Tiene La Noche Una Raiz
Enviado por kevinjoel94 • 9 de Marzo de 2013 • 1.146 Palabras (5 Páginas) • 851 Visitas
Tiene la noche una raíz
Luis Rafael Sánchez
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A Mariano Feliciano
A las siete el dindón. Las tres beatísimas, con unos cuantos pecados a cuestas, marcharon a la iglesia a rezongar el ave nocturnal. Iban de prisita, todavía el séptimo dindón agobiando, con la sana esperanza de acabar de prisita el rosario para regresar al beaterío y echar, ¡ya libres de pecados!, el ojo por las rendijas y saber quién alquilaba esa noche el colchón de la Gurdelia. ¡La Gurdelia Grifitos nombrada! ¡La vergüenza de los vergonzosos, el pecado del pueblo todo!
Gurdelia Grifitos, el escote y el ombligo de manos, al oír el séptimo dindón, se paró detrás del antepecho con su lindo abanico de nácar, tris-tras-tris-tras, y empezó a anunciar la mercancía. En el pueblo el negocio era breve. Uno que otro majadero cosechando los treinta, algún viejo verdérrimo o un tipitejo quinceañero debutante. Total, ocho o diez pesos por semana que, sacando los tres del cuarto, los dos de la fiambrera y los dos para polvos, meivelines y lipstis, se venían a quedar en la dichosa porquería que sepultaba en una alcancía hambrienta.
Víctor Capdevila Ayala, Retrato de una negra
Gurdelia no era hermosa. Una murallita de dientes le combinaba con los ojos saltones y asustados que tenía, ¡menos mal!, en el sitio en que todos tenemos los ojos. Su nariguda nariz era suma de muchas narices que podían ser suyas o prestadas. Pero lo que redondeaba su encanto de negrita bullanguera era el buen par de metáforas —princesas cautivas de un sostén cuarenticinco— que encaramaba en el antepecho y que le hacían un suculento antecedente. Por eso, a las siete, las mujeres decentes y cotidianas oscurecían sus balcones y sólo quedaba, como anuncio luminoso, el foco de la Gurdelia.
Gurdelia se recostaba del antepecho y esperaba. No era a las siete ni a las ocho que venían sino más tarde. Por eso aquel toc único en su persiana la asombró. El gato de la vecina, pensó. El gato maullero encargado de asustarla. Desde su llegada había empezado la cuestión. Mariposas negras prendidas con un alfiler, cruces de fósforos sobre el antepecho, el miau en staccato, hechizos, maldiciones y fufús, desde la noche de la tormenta en que llegó al pueblo. Pero ella era valiente. Ni la asustaba eso, ni las sartas de insultos en la madrugada, ni las piedras en el techo. Así que cuando el toc se hizo de nuevo agarró la escoba, se echó un coño a la boca y abrió la puerta de sopetón. Y al abrir:
—Soy yo, doñita, soy yo que vengo a entrar. Míreme la mano apretá. Es un medio peso afisiao. Míreme el puño, doñita. Le pago éste ahora y después cada sábado le lavo el atrio al cura y medio y medio hasta pagar los dos que dicen que vale.
La jeringonza terminó en la sala ante el asombro de la Grifitos, que no veía con buenos ojos que un muchachito se le metiera en la casa. No por ella, que no comía niños, sino por los vecinos. Un muchachito allí afilaba las piedras y alimentaba las lenguas. Luego, un muchachito bien chito, ni siquiera tirando a mocetón, un muchachito con gorra azul llamado…
—¿Cómo te llamas?
—Cuco.
Un muchachito llamado Cuco, que se quitó la gorra azul y se dejó al aire el cholo pelón.
—¿Qué hace aquí?
—Vine con este medio peso, doñita.
—Yo no vendo dulce.
—Yo no quiero dulce, doñita.
—Pues yo no tengo ná.
—Ay, sí, doñita. Dicen los que han venío que… Cosa que yo no voy
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