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Viaje A La Semilla


Enviado por   •  11 de Marzo de 2014  •  400 Palabras (2 Páginas)  •  251 Visitas

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Alejo Carpentier

Viaje a la semilla

I

— ¿Qué quieres, viejo?...

Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no

respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta

un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas,

cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los

picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de

madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas

que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto—

cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y

papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de

serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y

el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el

traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en

horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa

y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de

cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado,

con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y

bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los

rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de

hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Sólo quedaron

escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más

fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían

alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo

llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída

balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La

Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin

persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las

hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus

tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la

noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía

aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras

desorientadas.

II

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