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QUÉ ES LA MODERNIDAD


Enviado por   •  5 de Noviembre de 2015  •  Tarea  •  6.518 Palabras (27 Páginas)  •  359 Visitas

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¿QUÉ ES LA MODERNIDAD ?1 Este cortejar al cosmos, este intento de un matrimonio nuevo, nunca visto, con las potencias cósmicas, se cumplió en el espíritu de la técnica. Pero como la avidez de ganancia de la clase dominante pretendió calmar su ambición sirviéndose de ella, la técnica traicionó a la humanidad e hizo del lecho nupcial un mar de sangre. W a lt e r B e n ja m ín 2 A L a n o v e d a d d e l o m o d e r n o onsidero que podríamos partir de lo que es más evidente: la modernidad es la característica determinante de un con junto de comportamientos que aparecen desde hace ya varios 1Exposición en el Seminario Universitario La Modernidad: versiones y dimensiones. Sesión del 7 de febrero de 2005. La transcripción de la parte co rrespondiente a la Discusión fue revisada por Isaac Venegas A. y Crescenciano Grave T. 2 “Dies Werben um den Kosmos, dieser Versuch zu neuer, nie erhórter Vermáhlung mit den kosmischen Gewalten, vollzog sich im Geiste derTechnik. Weil aber die Profitgierder herrschenden Klasse an ihr ihrenWillen su büSen gedachte, hat die Technik die Menschheit verraten und das Brautlager in ein Blutmeer verwandelt”,Walter Benjamín, Einbahnstrafie, Suhrkamp, 1967, p. 124. siglos por todas partes en la vida social, y que el entendimiento común reconoce como discontinuos e incluso contrapuestos -ésa es su percepción- a la constitución tradicional de esa vida, comportamientos a los que precisamente llama “modernos”. Se trata, además, de un conjunto de comportamientos que estaría en proceso de sustituir a esa constitución tradicional, después de ponerla en evidencia como obsoleta, es decir, como inconsistente e ineficaz. Puede ser vísta también, desde otro ángulo, como un conjunto de hechos objetivos que resultan tajantemente incompatibles con la configuración establecida del mundo, de la vida, y que se afirman como innovaciones sustanciales llamadas a satisfacer una necesidad de transfor mación surgida en el propio seno de ese mundo. Tomados así, como un conjunto en el que todos ellos se complementan y fortalecen entre sí, ya de entrada estos fenóme nos modernos presentan su modernidad como una tendencia civilizatoria dotada de un nuevo principio unitario de cohe rencia o estructuración para la vida social civilizada y para el mundo correspondiente a esa vida; de una nueva “lógica” que se encontraría en proceso de sustituir al principio organizador ancestral, y desde la que éste se percibe como obsoleto y se tolera como “tradicional”. Para precisar un poco más el asunto voy a mencionar tres fenómenos en los que se manifiesta esta característica de lo moderno o en los que se muestra en acción esta “lógica” nueva, moderna: la técnica científica, la secularización de lo político y el individualismo. Quisiera mencionar primero el que es tal vez el principal de todos ellos: me refiero a la aparición de una confianza práctica en la “dimensión” puramente mundana o “física” -e s decir, no “metafísica”- de la capacidad técnica del ser huma no; la confianza en una técnica basada en el uso de la razón, pero protegida del delirio especulativo, al que ésta es proclive, mediante un dispositivo de autocontrol de consistencia ma temática; una técnica que atiende así, de manera preferente o exclusiva, al funcionamiento empíricamente medible lo mismo de la naturaleza que del mundo social. Lo central en este primer fenómeno moderno está en la confianza que aparece, dentro del comportamiento cotidiano del ser humano, en la capacidad de aproximarse o enfrentarse a la naturaleza en términos pura mente profanos, ajenos a lo sagrado, y de alcanzar así, mediante una acción programada y calculada a partir del conocimiento matematizado de la misma, efectos más favorables para la so ciedad que los que podía garantizar la aproximación tradicional a lo otro, una aproximación que implicaba determinantemente el recurso a operaciones de orden mágico. Lo moderno reside en esta confianza en la eficiencia inmediata (“terrenal”) de la técnica; una entrega que se desentiende de cualquier implica ción mediata (“celestial”) que 110 sea inteligible en términos de una causalidad matemáticamente racionalizable. Se trata de un fenómeno que se amplía y complementa con otros aparecimientos igualmente modernos, como sería, por ejemplo, la experiencia “progresista” de la temporalidad de la vida y el mundo, es decir, la convicción empírica de que el ser humano, que estaría sobre la tierra para dominarla, ejerce de manera creciente su capacidad de conquistarla, aumentando y extendiendo su dominio con el tiempo, siguiendo una línea temporal recta y ascendente: la línea del progreso. Una versión espacial o geográfica de este progresismo se presenta en otro fenómeno moderno: la determinación de la ciudad como el lugar propio de lo humano. De acuerdo con esta práctica, ese lugar, que solía ser el campo, el orbe rural, habría dejado de residir en él y habría pasado a concentrarse justamente en el sitio del progreso técnico; allí donde se asienta, se desarrolla y se aprovecha, a través del cálculo mercantil, la aplicación técnica de la razón matematizadora. Como se ve, estamos ante una confianza práctica nueva que se impone sobre su contraria, la confianza técnica ancestral en la capacidad mágica del ser humano de provocar la interven ción en su vida de fuerzas sobrenaturales benévolas; de dar lugar a la acción favorable de los muchos dioses o, incluso, ya en última instancia, del propio Creador, Este fenómeno moderno central implica un ateísmo en el plano del discurso reflexivo: el descreimiento en instancias metafísicas mágicas. Trae consigo todo aquello que conocemos en la literatura sobre la modernidad acerca de la “muerte de Dios”, del “desencantamiento” (entzauberung) del mundo, se gún Max Weber, o de la “desdeificación” (entgótterung), según Heidegger. Es un fenómeno que implica una sustitución radical de la fuente del saber humano. La sabiduría revelada es dejada de lado en calidad de “superstición”, de remanente de creencias obsoletas, y en lugar de ella aparece como sabiduría aquello de lo que es capaz de enterarnos la razón que matematiza la naturaleza, el “mundo físico”. Por sobre la confianza práctica en la temporalidad cíclica del “eterno retorno” aparece en tonces esta nueva confianza, que consiste en contar con que la vida humana y su historia están lanzadas hacia arriba y hacia delante, en el sentido del mejoramiento que viene con el tiempo. Y aparece también el adiós a la vida agrícola como la vida auténtica del ser humano -c o n su promesa de paraísos tolstoianos-, la consigna de que “el aire de la ciudad libera”, el elogio de la existencia en la Gran Ciudad. Un segundo fenómeno mayor que se puede mencionar como típicamente moderno tiene que ver con algo que podría llamarse la “secularización de lo político” o el “materialismo político”, es decir, el hecho de que en la vida social aparece una primacía de la política económica sobre todo otro tipo de políticas que uno pueda imaginar, o puesto en otros términos, la primacía de la sociedad civil o burguesa en la definición de los asuntos del Estado. Esto es lo moderno; es algo nuevo que rompe con el pasado, puesto que se impone sobre la tradición del esplritualismo político, es decir, sobre una práctica de lo político en la que lo fundamental es lo religioso o en la que lo político tiene primaria y fundamentalmente que ver con la reproducción identitaria de la sociedad, es decir, con su cultivo, con lo cultural. El materialismo político o secularización de la política implicaría entonces la conversión de la institución estatal en una supraestructura de esa base burguesa o material en donde la sociedad funciona en torno a una lucha de pro pietarios privados por defender cada uno los intereses de sus respectivas empresas económicas. Esto es lo determinante en la vida del Estado moderno; lo otro, el aspecto más bien co munitario, cultural, de reproducción de la identidad colectiva, pasa a un segundo plano. Pensemos ahora, en tercer lugar, en el individualismo, en el comportamiento social práctico que presupone que el átomo de la realidad humana es el individuo singular. Se trata de un fenómeno característicamente moderno que implica, por ejemplo, el igualitarismo, la convicción de que el derecho de ninguna persona es superior o inferior al de otra; que implica también el recurso a la relación contractual, primero privada y después pública, como la esencia de cualquier relación que se establezca entre los individuos singulares o colectivos; que implica finalmente la convicción democrática de que, si es ne cesario un gobierno republicano, éste tiene que ser una gestión consentida y decidida por todos los ciudadanos, los iguales. Es un fenómeno moderno que se encuentra siempre en proceso de imponerse sobre la tradición ancestral del comunitarismo, es decir, sobre la convicción de que el átomo de la sociedad no es el individuo singular sino un conjunto de individuos, un individuo colectivo, una comunidad, por mínima que ésta sea, una familia, por ejemplo; que está siempre en proceso de eliminar la diferenciación jerarquizante que se genera espontá neamente entre los individuos que componen una comunidad; de desconocer la adjudicación, que se hace en las sociedades tradicionales premodernas, de compromisos sociales innatos al individuo singular y que lo trascienden. El individualismo se contrapone a todo esto: al autoritarismo natural que está en la vida pública tradicional, a la convicción de que hay una jerarquía social natural; por ejemplo, al hecho de que los viejos o los sabios tengan mayor valía en ciertos aspectos que los jóvenes, o bien de que los señores, los dueños de la tierra, sean más importantes o tengan más capacidad de decisión que los demás ciudadanos. El individualismo es así uno de los fenómenos modernos mayores; introduce una forma iné dita de practicar la oposición entre individualidad singular e individualidad colectiva. Éstos son tres ejemplos entresacados de ese conjunto de fenómenos cuya modernidad consiste en afirmarse a sí mismos como radicalmente discontinuos respecto de una estructura tradicional del mundo social y como llamados a vencerla y a sustituirla. En referencia a esos fenómenos, quisiera llamar la atención brevemente sobre dos datos peculiares que revelan el carácter problemático de esta presencia efectiva de la modernidad como una discontinuidad radicalmente innovadora respecto de la tradición. Lo primero que habría que advertir sobre la modernidad como principio estructurador de la modernización “realmente existente” de la vida humana es que se trata de una modalidad civilizatoria que, si bien domina en términos reales sobre otros principios estructuradores no modernos o premodernos con los que se topa, está sin embargo lejos de haberlos anulado, enterrado y sustituido. La modernidad se presenta como un intento que está siempre en trance de vencer sobre ellos, pero como un intento que no llega a cumplirse plenamente, que debe mantenerse en cuanto tal, y que tiene por tanto que coexistir con las estructuraciones tradicionales de ese mun do social. En este sentido -m ás que en el de Haberm as-, sí puede decirse que la modernidad que conocemos hasta ahora es “un proyecto inacabado”, siempre incompleto; es como si algo en ella la incapacitara para ser lo que pretende ser: una alternativa civilizatoria “superior” a la ancestral o tradicional. Éste es un primer dato peculiar que, a mi parecer, hay que tener en cuenta en lo que toca a estos fenómenos modernos y su modernidad. Lo segundo que llama la atención, desde mi punto de vis ta, es que la modernidad establecida es siempre ambigüa y se manifiesta siempre de manera ambivalente respecto de la búsqueda que hacen los individuos sociales de una mejor dis posición de satisfactores y de una mayor libertad de acción. Es decir, la modernidad que existe de hecho es siempre positiva, pero es al mismo tiempo siempre negativa. En efecto, si la modernidad se presenta como una ruptura o discontinuidad necesaria frente a lo tradicional es, sin duda, porque permite a los individuos singulares la disposición de mayor y mejor cantidad de satisfactores y el disfrute de una mayor libertad de acción. Ahora bien, lo interesante está en que la experiencia de esta “superioridad” cuantitativa y cualitativa respecto de lo traicional resulta ser una experiencia ambivalente. Si bien es positiva respecto de estas dos necesidades a las que pretende estar respondiendo, resulta al mismo tiempo negativa en lo que toca al mundo de la vida en su conjunto, al orden cualitativo al que pertenecen esos satisfactores y esa libertad: algo de lo viejo, alguna dimensión, algún sentido de lo ancestral y tra dicional queda siempre como insuperable, como preferible en comparación con lo moderno. Esta ambigüedad y ambivalencia de los fenómenos modernos y su modernidad es un dato que no se debería dejar de lado en el examen de los mismos. L a m o d e r n id a d y “e l d e s a f ío d e l a n e o t é c n ic a ” Quisiera pasar ahora a un segundo punto en estas reflexiones acerca de la modernidad. Tal vez lo más conveniente para describir en qué consiste sea relatar de dónde proviene, cuál es su origen, cuál es su base o fundamento, es decir, datar, aunque sea de una manera general y aproximada, su aparecimiento histórico. Tal vez así pueda percibirse o definirse mejor en qué consiste la modernidad de estos fenómenos modernos. Hay que decir, en primer lugar, que en la historia del tratamiento teórico de la modernidad una buena cantidad de fenómenos que pueden llamarse “temprano-modernos” o protomodernos se han detectado en épocas muy anteriores al siglo xix, el “siglo moderno” por antonomasia. Y esto no sólo en los tiempos en los que suele ubicarse el inicio histórico de la modernidad, que van entre el siglo XV y el xvi. En el Renacimiento, según el decir de unos, con el surgimiento del “hombre nuevo” -respecto del “viejo” ser humano de la época m edieval-, de ese hombre burgués que cree poder “hacerse a sí mismo” saliendo de la nada, reconquistar premeditadamente la densidad cualitativa de una identidad humana concreta que había sido sacrificada por los evangelizadores de Europa y su cristianismo radical, despreciativo del “mundo terrenal” y sus cualidades. Otros ven coincidir este aparecimiento de la mo dernidad con el descubrimiento de América, puesto que sería a partir de él que el mundo deja de ser un universo cerrado y se abre hacia las fronteras infinitas, como dice Koyré. Hay en fin, quienes ubican ese comienzo mucho más acá en la histo ria y sostienen que la modernidad comienza verdaderamente con la revolución industrial clel siglo xvm y que corresponde propiamente al siglo XIX, a la consolidación de la Gran Ciudad que tiene lugar entonces. Sin olvidar a autores como Horkhei- mer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, que llegan a detectar -lo que no deja de ser interesante- una modernidad en ciernes reconocible ya en la época antigua de Occidente, lo que subraya de paso, el carácter occidental de la modernidad en general. Se habla, por ejemplo, de la presencia, dentro de la tradición que arranca de la mitología griega, de una figura como Prometeo, el titán que entrega el fuego a los hombres, que rompe el dominio monopólico ancestral de la casta sacerdotal sobre este medio de producción y la administración de su uso, “despertando así en el corazón de ios mortales la esperanza” de que “las cosas cambien” y la miseria se mitigue; de que el tiem po deje de ser el tiempo siempre repetidor, cíclico, del “eterno retorno”. Al abrir nuevas posibilidades de uso para el fuego, Prometeo despierta la idea de una temporalidad que deja de ser cerrada y se abre hacia el futuro, inaugurando así un elemento esencial de los fenómenos modernos y de su modernidad. O se destaca, como lo hacen Horkheimer y Adorno, la protomodernidad de una figura homérica como Odiseo, el héroe que hace uso distanciado o “ilustrado” de la mitología arcaica y que es capaz de desdoblar su yo y ser un sujeto que dispone de sí mismo como objeto; que puede hablar consigo mismo de sí mismo como si fuera con otro y de otro, y de manipular de esta manera el momento conquistador de la naturaleza que hay en la renuncia (entsagung) o posposición productivista del placer, en el autosacrificio de los individuos singulares. Para ellos, en el personaje Odiseo estaría ya el primer esbozo de un nuevo tipo de ser humano, un protoburgués, un individuo identificable ya como moderno. Otros más hablan de la téjne griega que se manifiesta mí ticamente en la figura de Dédalo, el artífice, el inventor por excelencia; el que, por ejemplo, entre tantas otras cosas de maravilla, se ingenia un simulacro de vaca para que la reina Parsifae pueda engañar a la naturaleza y gozar del toro maravi lloso regalado por Neptuno a Minos, su marido; el que sugiere el hilo guía para que Ariadna y Teseo escapen del laberinto después de matar al Minotauro; el que confecciona un par de alas, con la eficacia de las de un pájaro, para huir, volando por los aires, de la isla de Minos convertida en prisión. Es también el artista que rompe con el hieratismo canónico en las formas plásticas traídas de Egipto al hacer visible en ellas su causa eficiente. Con la figura de Dédalo aparece el primer hombre netamente “técnico”, el que se propone, inventa, calcula y diseña nuevos instrumentos imitando desde la perspectiva humana y para las dimensiones de lo humano la eficacia del comportamiento de la naturaleza. Conectada íntimamente con la figura de Dédalo está, en el relato mítico, la de Teseo, el héroe fundador para los griegos atenienses -asesino involuntario de su padre Egeo, el rey sagrado, el que vence sobre el rey Minos, que garantizaba esa sacralidad a cambio de sangre de jóvenes griegos-; el descubridor de la legitimidad profana del poder político; el instaurador de la soberanía y autonomía de la polis por encima de la soberanía tradicional y divina de los reyes. En fin, no faltan indicios fascinantes que apuntan al hecho de que la modernidad de los fenómenos modernos se muestra ya en destellos durante la época de los griegos antiguos. Sin desechar los planteamientos anteriores, me parece, sin embargo, que resulta más explicativo de la modernidad reconocer su origen y fundamento en un momento histórico diferente, muy posterior al del aparecimiento de los fenóme nos de la protomodernidad griega. Me refiero a un momento en la historia de la técnica que se ubicaría alrededor del siglo XI de nuestra era y que ha sido puesto de relieve por Lewis Mumford en su obra Técnica y civilización, siguiendo la tradición de Patrick Geddes y en concordancia lo mismo con Marc Bloch y Fernand Braudel que con otros estudiosos de la tecnología medieval, como Lynn W hite, por ejemplo. Se trata del momen to histórico de una “revolución tecnológica”, como le llaman estos autores, que se esboza ya en torno a ese siglo XI, durante lo que Mumford llama la “fase eotécnica” en la historia de la técnica moderna, anterior a las fases “paleotécnica” y “neotécnica” reconocidas por su maestro Gecldes. Una revolución tecnológica que sería tan radical, tan fuerte y decisiva -dado que alcanza a penetrar hasta las mismas fuentes de energía y la propia consistencia material (físico-química) del campo instrum ental- que podría equipararse a la llamada “revolución neolítica”. Se trata de un giro radical que implica reubicar la clave de la productividad del trabajo humano, situarla en la ca pacidad de decidir sobre la introducción de nuevos medios de producción, de promover la transformación de la estructura técnica del aparataje instrumental. Con este giro, el secreto de la productividad del trabajo humano va a dejar de residir, como venía sucediendo en toda la era neolítica, en el descubrimiento fortuito o espontáneo de nuevos instrumentos copiados de la naturaleza y en el uso de los mismos, y va a comenzar a residir en la capacidad de emprender premeditadamente la invención de esos instrumentos nuevos y de las correspondientes nuevas técnicas de producción. Este sería, entonces, el momento de la revolución eotécnica, la “edad auroral” de la técnica moderna, como la llama Mumford. Desde mi punto de vista, lo principal de este recentramiento tecnológico está en que con él se inaugura la posibilidad de que la sociedad humana pueda construir su vida civilizada sobre una base por completo diferente de interacción entre lo humano y lo otro o “natural”, sobre una interacción que parte de una escasez sólo relativa de la riqueza natural, y no como debieron hacerlo tradicionalmente las sociedades arcaicas, sobre una interacción que se movía en medio de la escasez absoluta de esa riqueza natural o frente a la reticencia absoluta de la naturaleza ante el escándalo que traía consigo la humanización de la animalidad. A diferencia de la construcción arcaica de la vida civilizada, en la que prevalecía la necesidad de tratar a la naturaleza -lo otro, lo extrahum ano- como a un enemigo amenazante al que hay que vencer y dominar, esa construcción puede ahora, basada en esta nueva técnica, tratarla más bien como a un adversario/ colaborador, comprometido en un enriquecimiento cualitativo mutuo. La conversión narcisista que defiende la “mismidad” amenazada del ser humano mediante la conversión de lo otro amenazante, de la Naturaleza, en un puro objeto que sólo exis te para servir de espejo a la autoproyección del hombre como sujeto puro, se volvería innecesaria en el momento mismo en que esa amenaza deja de existir para el ser humano gracias a la revolución tecnológica iniciada en el momento eotécnico de la historia de la técnica al que hace referencia Mumford. A mi modo de ver, con esa revolución de la neotécnica que se iniciaría en el siglo XI aparece, por primera vez en la histo ria, la posibilidad de que la interacción del ser humano y lo otro deje de estar dirigida a la eliminación de uno de los dos, para establecerse una colaboración entre ambos con el fin de inventar o crear, precisamente dentro de lo otro, formas hasta entonces inexistentes en él: la posibilidad ele que el trabajo humano no se autodiseñe como un arma para dominar a la naturaleza en el propio cuerpo humano y en la realidad exte rior; de que la sujetidad humana no implique la anulación ele la sujetidad -inevitablemente m isteriosa- de lo otro. El tránsito a la neotécnica implica la “muerte del Dios nurninoso”, el posibilitador de la técnica mágica o neolítica; muerte que viene a sumarse a la “agonía” del “Dios religioso”, el pro tector de la comunidad política ancestral, una agonía que venía aconteciendo al menos por dos mil años con la mercantificación creciente de la vida social, es decir, con el sometimiento de las comunidades humanas a la capacidad de la “mano invisible del mercado” de conducir sus asuntos terrenales. En una primera definición aproximada se podría decir que la modernidad consiste en la respuesta o re-acción aquiescente y constructiva de la vicia civilizada al desafío que aparece en la historia de las fuerzas productivas con la revolución neotécn ica gestada en los tiempos medievales de la historia europea. Ella sería el intento que la vida civilizada hace de integrar, y así promover, esa neotécnica lo mismo en su propio funciona miento que en la reproducción del mundo que ha levantado para ello; es la técnica a la que, podemos suponer, se refiere el famoso ensayo de Walter Benjamin sobre la nueva obra de arte, cuando habla de una “segunda técnica” o una “técnica lúclica”. La modernidad sería esta respuesta positiva de la vida civilizada a un hecho antes desconocido que la vida produc tiva reconoce en la práctica cuando “percibe” que la clave de la productividad del trabajo humano ha dejado de estar en el mejoramiento o uso inventivo de la tecnología heredada y ha pasado a centrarse en la invención de nuevas tecnologías, es decir, no en el perfeccionamiento casual de los mismos ins trumentos sino en la introducción voluntaria y premeditada de instrumentos nuevos. Cuando el antiguo Dédalo reaparece, pero ya no como figura esporádica y de excepción en el ámbito del trabajo y las artes, sino como la figura que podría repre sentar aquello de lo cual depende ahora la realización plena de esas actividades. Se puede decir entonces que la m odernidad no es la característica de un mundo civilizado que se encuentre ya reconstituido en concordancia con la revolución tecnológica post-neolítica, sino la de una civilización que se encuentra comprometida en un proceso de reconstitución que es con tradictorio, largo y difícil; un proceso histórico de “muy larga duración” -usando un término de Braudel- que de ninguna manera tiene asegurado el cumplimiento de su meta. Ya desde ese primer siglo del segundo milenio se gesta y comienza a prevalecer algo que -exagerando la fórmula de Freud- podríamos llamar “un malestar en la civilización”, una stimmung o “estado de ánimo” que parece caracterizar desde entonces a toda la vida civilizada del Occidente europeo. Un “malestar” que la afecta primero débilmente, pero después, a partir del siglo XVI o del siglo xvm , de manera cada vez más aguda, hasta convertirse desde finales del siglo xix en un horizonte anímico verdaderamente determinante de la vida cotidiana. Y es que la experiencia práctica que se expresa en este “malestar” es la de una forma social o una estructura institucional que se reproduce tradicionalmente porque sigue siendo formalmente indispensable para la vida, pero cuyo contenido se enrarece crecientemente, convirtiéndola en una especie de simple simulacro o imitación de lo que ella misma fue en el pasado. Tal sería el caso, por ejemplo, del cristianismo, un rasgo esencial de la civilización occidental precapitalista al que el Occidente moderno recurrió en sus primeros pasos - y al que sigue recurriendo hasta nuestros días, aunque sea en una versión ya caricaturesca- para ocultar, tras su enraizamiento en los usos y costumbres tradicionales, el hecho de que la “escasez absoluta” de la que parte para justificar su moral ha dejado de ser “natural” gracias a la neotécnica y se ha vuelto artificial, una escasez absoluta reproducida solamente para efectos de la acumulación capitalista. Este “malestar en la civilización” consiste en la experiencia práctica de que sin las formas tra dicionales no se puede llevar una vida civilizada, pese a que ellas mismas se han vaciado de contenido, han pasado a ser una mera cáscara hueca. El contenido de la forma social tradicional o premoderna consiste en la necesidad de la comunidad, transmitida a todos los miembros singulares de ella, de contribuir con el sacrificio de una parte de sí mismos a la lucha colectiva por afirmar la identidad o mismidad comunitaria en el enfrentamiento no sólo a lo otro, a la naturaleza, sino también a los otros, los naturales o bárbaros. Las formas sociales tradicionales no son otra cosa que órganos o medios de sublimación de un autosacrificio, de una represión productivista que en principio ha perdido ya su razón de ser. Para precisar la idea de esta relación entre la forma y el con tenido de las realidades institucionales tradicionales resulta útil observar, por ejemplo, aunque sea de paso, aquello que es actualmente objeto festejo en las ceremonias nupciales. En estas ceremonias se festeja el sacrificio que la comunidad social hace del polimorfismo sexual de sus individuos singulares; se reactualiza sobre un escenario imaginado, en una apología no exenta de remordimiento, la forma que adopta la represión de la libertad en la identificación sexual. Un sacrificio que, siendo necesario sólo en las condiciones arcaicas de la construcción social, es aún consagrado y encomiado por ellas en los tiem pos modernos como naturalmente necesario e incluso, como deseable por parte de todos los que se van a someter a él. Por ejemplo, la condena impuesta sobre el varón de guerrear afuera y producir “como hombre”, o la condena impuesta sobre la hembra, de procrear y administrar la casa “como mujer”; esta doble condena que excluye (y castiga) otras opciones de identificación sexual - o de gendei; como se decía hace p ocosería el contenido de la forma institucional del matrimonio, una forma institucional que presenta la pérdida ontológica de esos varones y hembras “protohumanos”, de esos jóvenes de identidad sexual indecisa, como si fuera el ascenso a la “plena hum anidad”, a esa humanidad que habría sido creada por Dios para identificarse, si no por una cosa, por la otra, excluyendo toda tercera. El matrimonio como fundación de la familia, que es el átomo de las sociedades tradicionales, es una forma institucional del apareamiento humano que debe disimular el vaciamiento de su contenido -la multiplicación ilimitada de la especie- en los tiempos modernos, y lo delez nable que se vuelve cada vez más la necesidad de sacrificar el polimorfismo sexual. La ceremonia nupcial y su festejo son instrumentos de ese disimulo. La experiencia del carácter insostenible y al mismo tiempo indispensable que adquieren las formas arcaicas del apareamiento humano en los tiempos modernos es sólo un ejemplo de ese ya casi milenario “malestar en la civilización”. El “malestar en la civilización” muestra que la necesidad del sacrificio, sin haber desaparecido, como correspondería a una vida propiamente moderna, sí se ha vuelto impugnable; que la forma civilizatoria ancestral, aunque no esté aún deslegiti mada plenamente, se muestra ya como superable, como objeto de una profunda ironía. Sugiere que la modernidad efectiva o realmente existente no acaba de aceptar o simplemente no puede aceptar precisamente aquello que sería su propia base, su plataforma de partida, es decir, no termina de integrar la neotécnica -la “técnica segunda” o “lúdica”- , con los efectos de abundancia y emancipación que ello traería consigo; que no acaba de afirmarse plenamente sobre ella en lugar de seguir sustentándose sobre la técnica arcaica, neolítica o de conquista de la naturaleza. Es precisamente de esta inconsistencia de la modernidad realmente existente -obstaculizar la realización plena de aquello que la despertó- de donde saldría la capaci dad de supervivencia que tienen las formas sociales arcaicas o tradicionales. C L a m o d e r n id a d , e l c a pit a l ism o y Eu r o pa . Si se quiere encontrar una explicación de esta inconsistencia de la modernidad históricamente establecida, hay que buscarla en la zona de encuentro de la modernidad con el capitalismo. Para ello es importante tener en cuenta una distinción que se remonta a la filosofía de Aristóteles y que nos permite hablar de una “modernidad potencial” o esencial, opuesta a la moderni dad efectiva o realmente existente, a la que tanto mencionamos. Se podría decir que el aparecimiento de la neotécnica, de esta revolución tecnológica que arranca del siglo XI, trae consigo algo así como un desafío que es echado sobre la vida civilizada, el desafío de hacer algo con ella: de rechazarla de plano o de aceptarla, promoverla e integrarla dentro de su propia realiza ción, sometiéndose así a las alteraciones que ello introduciría en el proyecto civilizatorio que la anima en cada caso. Que en efecto se trata de un desafío se comprueba por el sinnúmero de transformaciones en el proceso de trabajo que los historiadores de la técnica registran en esa época a todo lo ancho del planeta y que parecerían ser distintas reacciones de la vida civilizada a la transformación técnica espontánea de las fuerzas productivas. Los historiadores de la técnica relatan que son muchas las civilizaciones, en Oriente primero y después también en Occidente, que van a responder al desafío de la neotécnica, que van a actualizar la esencia de la modernidad, a hacer de ésta una modernidad realmente existente, y ello de maneras muy diferentes. Hay, sin embargo, entre todas ellas, una que se concentra en el aspecto cuantitativo de la nueva productividad que la neotécnica otorga al proceso de trabajo humano y que será por esta razón la que promueva esa neotéc nica de manera más abstracta y universalista, más distinguible y “exportable”, más evidente en el plano económico y más exitosa en términos histórico pragmáticos. Será precisamente este “éxito histórico” de la respuesta occidental el que hará del Occidente romano cristiano un Occidente ya propiamente eu ropeo y capitalista. Lugar de origen y centro de irradiación de la modernidad capitalista, la Europa “histórica” se identifica con lo moderno y lo capitalista. No hay que olvidar, sin embargo, que, aparte de ella, ha habido y hay otras Europas “perdedoras”, minoritarias, clandestinas o incluso inconcientes, dispuestas a intentar otras actualizaciones de lo moderno. Ahora bien, la clave de este éxito de la respuesta productivista abstracta del Occidente cristiano al desafío de la neotécni ca está -siguiendo el planteamiento de Fernand Braudel- en el encuentro fortuito, que sucede en Europa y no en otros lugares del planeta, de dos hechos de diferente orden. El primero es el de las dimensiones reducidas del mundo civilizado dentro del que se experimenta en la práctica la presencia de la revolución neotécnica; son las dimensiones del “pequeño continente euro peo”, que facilitan la interconexión de los brotes de neotécnica que aparecen en un espacio geográfico “manejable”. Se trata, además, de un escenario práctico dinamizado -com o dice el mismo autor- por una dialéctica muy peculiar, la “dialéctica norte-sur” - “de amor-odio”- entre la Europa mediterránea y la del Mar del Norte. Es la aceptación del reto neotécnico por parte del Occidente romano cristiano, a partir de este m ovi miento que unifica los medios de producción del “pequeño continente europeo” m ediante la peculiar dinám ica de la “dialéctica norte-sur”, lo que contribuye determinantemente a que ella resulte ser la más efectiva o la más prometedora en la dimensión pragmática. El otro hecho que converge fortuitamente en la explicación de este éxito histórico pragmático estaría en la presencia, ya considerable para entonces, del comportamiento capitalista dentro de su economía mercantil. De acuerdo no sólo con Fernand Braudel, sino sobre todo con Karl Marx, cuando habla de las “formas antediluvianas del capital”, el comportamiento capitalista existe ya en el orbe mediterráneo desde la época homérica. Desde entonces el capitalismo se encuentra deter minando, aunque sólo sea desde afuera, desde el comercio y la usura en la esfera de circulación mercantil, el proceso de producción y consumo de las sociedades europeas; imponiendo su impronta en ellas, convirtiéndolas a una fe productivista que antes no conocían. Así, pues, la coincidencia de la dinámica automotivada de unas fuerzas productivas de dimensiones relativamente menores y, por ello, fáciles de interconectar, por un lado, y la acción ya de terminante del capitalismo primitivo en la economía mercantil, por otro, daría razón de que la re-acción del Occidente romano cristiano al aparecimiento de la neotécnica haya llegado a ser la actualización de la modernidad que encontró las mayores posibilidades de desarrollo en términos pragmáticos. En Occidente, la neotécnica es convertida en la base de aquel incremento excepcional de la productividad de una empresa privada que lleva a la consecución de una ganancia extraordinaria, un tipo de ganancia que, como lo explica M arx en su “crítica de la economía política”, es la meta prag mática más inmediata de la economía lo mismo mercantil que mercantil capitalista. Y aunque el empresario privado no dispone de una visión de conjunto de la economía, sí introduce innovaciones técnicas en su proceso de trabajo (y las mantiene en secreto el mayor tiempo posible) porque sabe que en la práctica ello le garantiza lograr una ganancia superior a la que obtienen normalmente los otros empresa rios - “capitalistas” o n o - con los que compite. La neotécnica es percibida así, y actualizada, desde una perspectiva en la que no es otra cosa que el secreto de la consecución de una ganancia extraordinaria, la clave de un triunfo en la compe tencia mercantil que sólo podrá ser superado por un nuevo uso de esa misma clave. Es importante subrayar que a partir de este peculiar empleo de la neotécnica se desata un proceso en el que ella, de un la do, y la economía capitalista, de otro, entran en una simbiosis de consecuencias epocales; simbiosis que alcanzará su nivel óptimo apenas a partir de la Revolución Industrial del siglo xvill. Se trata de una simbiosis cuya organicidad, que se venía ajustando y madurando durante un largo tiempo hasta que, ai fin, en el siglo xvm, llegó a configurarse como esa característica definitoria del modo de producción capitalista a la que Marx describió como una “subsunción real del proceso de trabajo bajo el proceso de autovalorización del valor”. La modernidad, esta respuesta autotransfomadora que la civilización milenaria da al desafío lanzado por el aparecimiento de la neotécnica, queda de esta manera atada en Occidente al método con el que allí se formuló esa respuesta. Queda atada al órgano del que se sirvió para potenciar exitosamente el aspecto multiplicador de la neotécnica; queda confundida con el capitalismo. El capi talismo se transforma en un servo padrone de la modernidad; invitado por ella a ser su instrumento de respuesta al revolucionamiento de la neotécnica se convierte en su amo, en el señor de la modernidad. Se puede decir entonces que, a partir de ese siglo, la modernidad “realmente existente”, primero en Europa y después en el “mundo entero”, es una actualización de la esencia de la modernidad a la que está justificado llamar modernidad capitalista. El método capitalista discrimina y escoge entre las posi bilidades que ofrece la neotécnica, y sólo actualiza o realiza aquellas que prometen ser funcionales con la meta que persi gue, que es la acumulación de capital. Al hacerlo demuestra que sólo es capaz de fomentar e integrar la neotécnica de una manera unilateral y empobrecedora; la trata, en efecto, como sí fuera la misma vieja técnica neolítica, sólo que potenciada cuantitativamente. En este sentido, recurrir a él implica no sólo dejar de laclo, sino, incluso reprimir sistemáticamente el momento cualitativo que hay en la neotécnica, el desafío que está dirigido a la transformación de la “forma natural” - c o mo la llamaba M arx- o correspondiente al “valor de uso” del proceso de reproducción de la riqueza objetiva de la sociedad. Implica también, por lo tanto, reprimir todo lo que atañe a la posibilidad ele un nuevo trato de lo humano con lo otro, lo extrahumano o la naturaleza. La neotécnica está siendo vista como una técnica de apropiación, como una técnica que él se limita a actualizar como un instrumento más potente de conquista y dominio sobre la naturaleza, cuando -com o veíam os- lo que ella posibilita es justamente la eliminación de todo tipo de relaciones de dominio y de poder. Puede decirse, entonces, que en su versión capitalista -qu e proveniente de Europa se ha impuesto en el planeta-, la modernidad, esto es, la revolución civilizatoria en la que se encuentra empeñada la humanidad durante esta ya larga historia, sigue una vía que pareciera haberla instalado en un regodeo perverso en lo contraproducente, en un juego absurdo que, de no ser por la profusión de sangre y lágrimas que ha costado, parecería llevarla, como en una película de Chaplin, a subir por una escalera mecánica que funciona en la modalidad “descenso” (y que es m is rápida que ella).

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