Afinales del invierno de mi decimoséptimo año de vida
Enviado por daelizadalu • 15 de Noviembre de 2014 • Informe • 1.543 Palabras (7 Páginas) • 157 Visitas
Afinales del invierno de mi decimoséptimo año de vida,
mimadrellegó alaconclusión de queestaba deprimida,
seguramente porque apenas salía de casa, pasaba
mucho tiempo en lacama, leíaelmismo libro una y otra
vez, casi nunca comía y dedicaba buena parte de mi
abundantetiempo librea pensaren la muerte.
Cuando leemos un folleto sobre el cáncer, una
página web o lo que sea, vemos que sistemáticamente
incluyen la depresión entre los efectos colaterales del
cáncer. Pero en realidad la depresión no es un efecto
colateral delcáncer. La depresión es un efecto colateral
de estar muriéndose. (El cáncer también es un efecto
colateral de estar muriéndose. La verdad es que casitodo lo es.) Aunque mi madre creía que debía
someterme a un tratamiento, así que me llevó a mi
médico de cabecera, el doctor Jim, que estuvo de
acuerdo en queestaba hundidaen una depresión total y
paralizante, que había que cambiarme la medicación y
que además debía asistir todas las semanas a un grupo
deapoyo.
El grupo de apoyo ponía en escena un elenco
cambiante de personajes en diversos estadios de
enfermedad tumoral. ¿Por quéelelenco eracambiante?
Un efecto colateral deestar muriéndose.
El grupo de apoyo era de lo más deprimente, por
supuesto. Se reunía cada miércoles en elsótano de una
iglesia episcopal de piedra con forma de cruz. Nos
sentábamos en corro justo en medio de la cruz, donde
se habrían unido las dos tablas de madera, donde
habríaestado elcorazón deJesús.
Me di cuenta porque Patrick, el líder del grupo deapoyo y la única persona en la sala que tenía más de
dieciocho años, hablaba sobre el corazón de Jesús en
cada puñetera reunión, y decía que nosotros, como
jóvenes supervivientes del cáncer, nos sentábamos
justo en elsagrado corazón de Cristo, y todo eserollo.
En elcorazón de Dios las cosas funcionaban así: los
seis, o siete, o diez chicos que formábamos el grupo
entrábamosa pie o en silla deruedas, echábamos mano
a un decrépito surtido de galletas y limonada, nos
sentábamos en el «círculo de la confianza» y
escuchábamos a Patrick, que nos contaba por enésima
vez la miserable y depresiva historia de su vida: que
tuvo cáncer en los huevos y pensaban que se moriría,
pero no se murió, y ahora aquíestá, todo un adulto en
el sótano de una iglesia en la ciudad que ocupa el
puesto 137 de la lista de las ciudades más bonitas de
Estados Unidos, divorciado, adicto a los videojuegos,
casi sin amigos, que a duras penas se gana la vidaexplotando su pasado cancerígeno, que intenta sacarse
poco a poco un máster que no mejorará sus
expectativas laborales y que espera, como todos
nosotros, que caiga sobre él la espada de Damocles y
le proporcione el alivio del que se libró hace muchos
años, cuando el cáncer le invadió los cojones, pero le
dejó lo quesolo un alma muy generosallamaría vida.
¡Y TAMBIÉN VOSOTROS PODÉIS TENER
ESAGRAN SUERTE!
Luego nos presentábamos: nombre, edad,
diagnóstico y cómo estábamos en ese momento. «Me
llamo Hazel —dije cuando me llegó el turno—.
Dieciséis años. Al principio tiroides, pero hace mucho
hizo metástasisen los pulmones. Yestoymuy bien.»
Una vez concluido el círculo, Patrick siempre
preguntaba sialguien quería compartiralgo. Yentonces
empezaban las pajas en grupo, y todo el mundo
hablaba de pelear, luchar, vencer, retroceder y hacerseescáneres. Para ser justa con Patrick, debo decir que
también nos dejaba hablar de la muerte, aunque la
mayoría deellos no estabanmuriéndose. La mayoría de
ellos llegarían aadultos,como Patrick.
(Eso implica que había bastante competitividad,
porque todo el mundo quería derrotar no solo el
cáncer, sino también a las demás personas de la sala.
Ya sé que es absurdo, pero es como cuando te dicen
que tienes, pongamos porcaso, un veinte por ciento de
posibilidades de vivir cinco años. Entonces entran en
juego las matemáticas y calculas que es una posibilidad
de cada cinco… así que miras a tu alrededor y piensas
lo que pensaría cualquier persona sana: «Tengo que
durar más quecuatro deestoscapullos».)
Lo único positivo del grupo de apoyo era Isaac, un
chico de cara alargada, flacucho y con el pelo rubio y
liso cayéndolesobre un ojo.
Y sus ojos eran el problema. Tenía un extraño ypoco frecuente cáncer de ojos. De niño le habían
extirpado un ojo, y ahora llevaba unas gafas de culo de
botella que hacían que sus ojos parecieran inmensos
(los dos, elreal y el de cristal), como si toda su cara se
redujera a ese ojo falso y ese ojo verdadero, que te
miraban fijamente. Por lo que pude entender en las
raras ocasiones en que Isaac compartió sus
experiencias con el grupo, el cáncer se había
reproducido y amenazaba de muerte al ojo que le
quedaba.
Isaac y yo nos comunicábamos casi exclusivamente
con la mirada. Cada vez que alguien hablaba de dietas
contra el cáncer, de esnifar aleta de tiburón molida o
cosas por el estilo, me lanzaba una mirada. Yo movía
ligeramentelacabeza y resoplabaa modo derespuesta.
El grupo de apoyo era un coñazo, y a las pocas
semanascasitenían quellevarmearastras. De hecho,elmiércoles que conocí a Augustus Waters había hecho
todo lo posible por librarme de élmientras veía con mi
madrelaterceraetapa de unmaratón de doce horas de
America’s Nex Top Model, un reality show de la
temporada anterior, sobre chicas que quieren ser
modelos, que tengo que admitir que ya había visto,
pero me dabaigual.
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