Analisis De Algo
Enviado por taniacondori • 23 de Octubre de 2014 • 3.842 Palabras (16 Páginas) • 186 Visitas
ENRIQUE CONGRAINS MARTÍN
[1932]
Peruano. Nació en Lima, donde hizo sus estudios primarios y secundarios. De joven
trabajó en varias cosas, inclusive la fabricación de jabones. A los dieciséis años
comenzó a colaborar en la página dominical de La Crónica. En 1953, fundó el “Círculo
de Novelistas Peruanos” con el propósito de publicar obras inéditas de los escritores
jóvenes. Sus propios cuentos se publicaron en Lima, hora cero (1954), Anselmo
Amancio (1955) y Kikuyo (1955). Su última obra literaria fue una novela: No una, sino
muchas muertes (1957). Últimamente se dedica a escribir textos pedagógicos y vive en
Caracas.
EL NIÑO DE JUNTO AL CIELO
POR ALGUNA desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al
único lugar... Pero ¿no sería más bien, que “aquello” había venido hacia él? Bajó la
vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su
vida.
¿Por qué, por qué él?
Su madre se había encogido de hombros al pedirle él autorización para conocer
la ciudad, pero después le advirtió que tuviera cuidado con los carros y con las gentes.
Había descendido desde el cerro hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó
“aquello” junto al sendero que corría paralelamente a la pista.
Vacilante, incrédulo, se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez, era
un billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables
reales. ¿Cuántos reales, cuántos medios exactamente? Los conocimientos de Esteban
no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con saber que se
trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus dos lados.
Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese otro
cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete
del bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia
él —se preguntaba— o era él el que había ido hacia el billete?
Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basuras, desperdicios de
albañilería y excrementos; llegó a una calle y desde allí divisó el famoso mercado, el
mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?... La palabra
le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan
grande que en ella vivían un millón de personas.
¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días,
antes del viaje, en eso: una bestia con un millón de cabezas. Y ahora él, con cada paso
que daba, iba internándose dentro de la bestia...
Se detuvo, miró y meditó: la ciudad, el mercado mayorista, los edificios de tres y
cuatro pisos, los autos, la infinidad de gentes —algunas como él, otras no como él— y
el billete anaranjado, quieto, dócil en el bolsillo de su pantalón. El billete llevaba el
“diez” por ambos lados y en eso se parecía a Esteban. Él también llevaba el “diez” en
su rostro y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado, pero
sólo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los
hechos, la meta, el horizonte había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No,
desgraciadamente no. Diez años no era todo. Esteban se sentía incompleto aún. Quizá
si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá ahora mismo, con
la ayuda del billete anaranjado.
Estuvo dando vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegue a sentirse
parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, se agitaba,
unos iban en una dirección, otros en otra, y él, Esteban, con el billete anaranjado,
quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo.
Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos metros
de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el resto hacía
ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres como él, gente
que no se movía incesantemente de un lado a otro. Parecía, por lo visto, que también
en la ciudad había seres humanos.
¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora?
¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, todos menos uno. Esteban
quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete.
—¡Hola, hombre!
—Hola... —respondió Esteban, susurrando casi.
El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un
mismo tono, algo que debió ser caqui en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a
esa categoría de colores vagos e indefinibles.
—¿Eres de por acá? —le preguntó a Esteban.
—Sí, este... —se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que
estaba de viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas.
—¿De dónde, ah? —se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y
sus ojos, inquietos, le recorrían de arriba abajo—. ¿De dónde, ah? —volvió a
preguntar.
—De allá, del cerro —y Esteban señaló en la dirección en que había venido.
—¿San Cosme?
Esteban meneó la cabeza negativamente.
—¿Del Agustino?
—¡Sí, de ahí! —exclamó sonriendo. Ése era el nombre y ahora lo recordaba.
Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a
Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy
grande, demasiado grande tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí
llegaban buques de otros países; que había lugares muy bonitos, tiendas enormes,
calles larguísimas... ¡Lima!... Su tío había salido dos meses antes que ellos con el
propósito de conseguir casa. Una casa. “¿En qué sitio será?”, le había preguntado a su
madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después de muchas semanas llegó la
carta que ordenaba partir. ¡Lima!... ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo
llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado
quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía.
—Yo no tengo casa...
...