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CUENTOS DE ADAS


Enviado por   •  21 de Mayo de 2013  •  2.293 Palabras (10 Páginas)  •  506 Visitas

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El mensajero de san Martin

I

El general don José de San Martín leía cartas en su despacho. Terminada la lectura, se volvió para llamar a un muchacho que esperaba de pie junto a la puerta. Debía tener éste unos 16 años; era delgado, fuerte, de ojos brillantes y fisonomía franca y alegre. Cuadrado como un pequeño veterano, soportó tranquilamente la mirada del general.

-Voy a encargarte una misión difícil y honrosa. Te conozco bien: tu padre y tres hermanos tuyos están en mi ejército y sé que deseas servir a la patria. Lo que voy a encargarte es peligroso; pero eres de una familia de valientes. ¿Estás resuelto a servirme?

-General, sí -contestó el muchacho sin vacilar.

-¿Lo has pensado bien?

-General, sí.

-Correrás peligros.

-Como todos nosotros, general.

San Martín sonrió a esa respuesta, pues veía que el muchacho se contaba decididamente entre los patriotas.

-Debes tener presente que en caso de ser descu¬bierto, te fusilarán - continuó, para conocer la entereza de aquel niño.

-General, ya lo sé.

-Entonces ¿estás resuelto?

-General, sí.

-Muy bien. Quiero enviarte a Chile con una carta que por nada ¿entien-des? ¡por nada! debe caer en manos ajenas. Si llegaras a perderla, costaría la vida a muchas personas. La entregarás al abogado don Manuel Rodríguez, en Santiago, y la contestación la traerás con las mismas precauciones. Si te vieras en peligro, la destruirás; y si por desgracia fueras descubierto, supongo que sabrás guardar el secreto. ¿Has entendido, Miguel?

-Perfectamente, general -respondió el mucha¬cho; y esta contestación, sencilla y firme, satisfizo al insigne conocedor de hombres.

II

Dos días después, Miguel pasaba la cordillera en compañía de unos arrieros. Llevaba la carta cosida en un cinturón debajo de la ropa; tenía el aire más inocente y despreocupado del mundo, y nadie hubiera sospechado que pensara en otras cosas que no fueran niñerías, pues durante el viaje no hizo sino cantar, silbar y bromear. Refirió a sus compañeros que iba a la finca de unos parientes al otro lado de la cordillera, y todos le cobraron afecto por su buen humor. Cuando se separaron en territorio chileno, le despidieron cariño-samente.

Miguel ignoraba que el señor Manuel Rodríguez, destinatario de la carta, era uno de los chilenos que más activamente contribuían a preparar la revo¬lución patriota para cuando invadiera San Martín con su ejército. Ignoraba, asimismo, que él sólo era uno de los innumerables agentes y espías que el general tenía para llevar y traer correspondencia secreta, sembrar noticias, verdaderas o falsas, según le conviniera, y tenerle al corriente de cuanto ocurría en Chile y pudiera serle útil. El general le había honrado con su confianza y debía justificarla. Eso le bastaba.

Llegó a Santiago de Chile sin contratiempos; halló al doctor Rodríguez, le entregó la carta y recibió la respuesta, guardándola en el cinturón secreto.

-Mucho cuidado con esta carta -le dijo también el patriota chileno.

-Eres realmente muy niño para un encargo tan peligroso; pero debes ser inteligente y guapo, y sobre todo buen patriota, para que el general te juzgue digno de esta misión.

Miguel volvió a ponerse en camino lleno de placer y de orgullo con este elogio y resuelto a merecerlo cada vez con mayor razón.

III

El gobernador de Chile, Marcó del Pont, sabía que emisarios y agentes secretos de los patriotas trabajaban para sublevar al pueblo, y que éste le odiaba y estaba deseoso de asociarse a los revolu¬cionarios de Buenos Aires. Por esto lo sometía a un régimen de humillación y de dureza. A las siete de, la noche las casas debían estar cerradas, bajo pena de multa, y nadie podía viajar sin recabar un permiso de las autoridades. Los sospechosos de ser partidarios de los patriotas, eran encerrados en las fortalezas y prisiones, donde San Bruno se encargaba de martirizarlos. Era natural, entonces, que los chilenos esperasen ansiosos el momento en que el ejército argentino tramontara los Andes, y que los agentes de San Martín hallasen hombres dispuestos a auxiliarles. Reunían dinero, objetos de valor y armas; aprestaban caballos, ganados, y cada cual contribuía en su medida. Los agentes eran siempre bien recibidos y jamás se les hizo traición. Las auto¬ridades sabían que ocurría algo de anormal; pero ignoraban a quién hacer responsable o aprehender. En la duda, consideraban sospechosos a todos los criollos y redoblaban con ellos su dureza, lo que naturalmente dio como consecuencia, una mayor ferocidad en el odio popular.

IV

El viaje de Miguel se,había efectuado sin tro¬piezos; pero tuvo que pasar por un pueblo cerca del cual se hallaba una fuerza realista bastante conside¬rable, al mando del coronel Ordóñez. Se aproximó al caer la tarde, ignorando que hubiera allí un campamento, pues éste no era visible desde el camino. Alrededor se extendía la hermosa campiña chilena, fresca, verde y ligera-mente ondulada. Un arroyo correntoso bajaba a la izquierda. En sus márgenes se levantaban las chozas del pueblecito, grises, tristes, silenciosas, envueltas ya en las prime¬ras penumbras del crepúsculo, y dominándolas, cerrando el horizonte, la cordillera gigantesca e imponente subía en gradas cada vez, más grandiosas, semejante a una escalinata estupenda rematada en los maravillosos nevados que teñían de oro rosado los últimos rayos de luz. Las faldas de la montaña estaban ya en la sombra, y sus huecos y quebradas envueltos en tintes fríos, azul, morado, violeta, mientras el esplendor fantástico de las cumbres se destacaba de un cielo claro y trasparente.

Miguel, poco sensible a las bellezas de la natura¬leza, se sintió de pronto impresionado por aquel cuadro mágico; mas un acontecimiento inesperado vino a distraer su atención.

Dos soldados a quienes pareció sospechoso este muchacho que viajaba solo y en dirección a las sierras (ya que cualquier cosa era sospechosa en aquellos tiempos), se dirigieron hacia él al galope. En el sobresalto del primer momento, cometió la imprudencia de huir, lo que naturalmente avivó las sospechas de los soldados, quienes, cortándole el camino, consiguieron prenderlo.

-¡Hola! -gritó uno de ellos sujetándole el caballo por la rienda; -¿Quién eres y a dónde vas?

Miguel, recobrada su sangre fría, contestó humil¬demente que era chileno, que se llamaba Juan Gómez y que iba a la hacienda de sus padres; mas por su manera de hablar, los soldados conocieron que era cuyano, es decir, nativo de Cuyo, o por extensión, de la región al oriente de los Andes, y le condujeron al campamento, a pesar de

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