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Carta A García


Enviado por   •  12 de Noviembre de 2013  •  2.689 Palabras (11 Páginas)  •  246 Visitas

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Las gentes que nunca hacen más de lo

que se les paga, nunca obtienen pago

por más de lo que hacen.

Elbert Hubbart

Apología

El pasatiempo literario que va a leer usted, amigo, “Una carta a García”; fue escrito de sobremesa, una tarde, en el corto término de una hora. Pasó esto el 22 de febrero de 1899, aniversario del natalicio de George Washington, y en marzo del mismo año, ya se había publicado en la revista “Philistine”. Fue algo que brotó caliente de mi corazón, y lo escribí tras un día gastado en la pesada faena de excitar a infelices sumidos en los limbos de una inacción criminal a que se tornasen hombres auténticos, radiactivos.

Pero la verdadera idea creadora brotó de labios de mi hijo Bert, cuando en el curso de la conversación entre taza y taza de té, surgió que el héroe verdadero de la guerra de independencia de Cuba había sido Rowan.

“Sí, dijo mi hijo, porque Rowan fue quien en la hora oportuna, culminante, llevó a cabo el hecho único necesario: llevar el mensaje a García”.

La frase me hirió como rayo. Sí exclamé, el muchacho tiene razón: el héroe es siempre aquel que cumple su misión, el que lleva la carta a García. Corrí a mi escritorio y de un tirón, de uno a otro cabo, escribí “Una carta a García”.

Tan poco caso hice de mi escrito, que fue publicado en la revista, sin encabezamiento siquiera.

La edición salió y empezaron a llover pedidos por docena, por cincuenta, por cien ejemplares, de la revista, y cuando THE AMERICAN NEW CO., pidió mil ejemplares, pregunté lleno de asombro a uno de mis ayudantes qué era lo que ese número de la revista levantaba tal polvareda; con asombro oí la respuesta: “Esa historia tuya acerca de García”.

Al día siguiente recibí un telegrama de Gerge H. Daniels, del New York Central Railoard, quien decía: “Deme el precio de cien mil ejemplares del artículo de Rowan, en forma de folleto, con un aviso en la portada sobre el Empire State Express, y diga cómo puede hacer la entrega”.

Contesté dando el precio y avisando que la entrega se la podía hacer en dos años. Disponíamos de tan pocos elementos, que eso de imprimir cien mil ejemplares, nos parecía una empresa temeraria, el resultado fue que di permiso a Mr. Daniels para reimprimir el artículo por su cuenta. Hízolo en ediciones de a medio millón de folletos. Dos o tres lotes de a quinientos mil ejemplares fueron puestos en circulación y además fue reproducido por cerca de doscientas revistas y periódicos y traducido a todas las lenguas vivas.

En los tiempos en que Mr. Daniels distribuía La Carta a García vino a Estados Unidos el Príncipe Kilakoff, director de los ferrocarriles rusos. Y como dicho príncipe fuese huésped del New York Central, y saliera a una gira por todo el país bajo la dirección personal de Mr. Daniels, conoció el folleto y se interesó por él más, quizá por ser Mr. Daniels quien lo repartía y por la gran cantidad que vio circular, de mano en mano, que por cualquier otra causa.

Lo cierto del caso fue que de vuelta a su país lo hizo traducir al ruso, repartir sendos ejemplares a los empleados de todos los ferrocarriles del imperio. De Rusia pasó a Alemania, a Francia, a España, a Turquía, al Indostán, a la China…

Durante la guerra rusa japonesa, cada soldado ruso que iba al frente llevaba un ejemplar de La Carta a García. Al encontrar los japoneses el folleto en poder de todos y cada uno de los prisioneros de guerra, concluyeron que debía ser algo excelente y lo vertieron a su idioma. Por orden de Mikado fue repartido a cada uno de los empleados del gobierno, militares o civiles.

Alrededor de cuarenta millones de ejemplares de La Carta a García han sido impresos, siendo esta la mayor circulación que una obra, en vida de su autor haya logrado en tiempo alguno de la historia, gracias a qué serie de afortunados incidentes.

Una Carta a García

Hubo un hombre cuya actuación en la guerra de Cuba, culmina en los horizontes de mi memoria, como culmina su astro en su perihelio.

Sucedió que cuando hubo estallado la guerra entre España y los Estados Unidos, palpóse claro la necesidad de un entendimiento inmediato entre el Presidente de la Unión Americana y el General Calixto García. Pero ¿cómo hacerlo? Hallábase García en esos momentos Dios sabe dónde en alguna serranía perdida en el interior de la isla. Y era precisa su colaboración. Pero, ¿cómo hacer llegar a sus manos un despacho?

¿Qué hacer?

Alguien dice al Presidente: “Conozco a un hombre llamado Rowan. Si alguna persona en el mundo es capaz de dar con García, es él: Rowan”.

Cómo el sujeto que lleva por nombre Rowan toma la carta, guárdala en una bolsa que cierra contra su corazón, desembarca a los cuatro días en las costas de Cuba, desaparece en la selva primitiva para reaparecer de nuevo a las tres semanas al otro extremo de la isla cruzando un territorio hostil, y entrega la carta a García, son cosas de las cuales no tengo especial interés en narrar aquí. El punto sobre el cual quiero llamar la atención es éste:

“Mckinley da a Rowan una carta para que le lleve a García. Rowan toma la carta y no pregunta: ¿en dónde podré encontrarlo?”.

¡Por Dios vivo!, que hay aquí un hombre cuya estatua debería ser vaciada en bronces eternos y colocada en cada uno d los colegios del universo. Porque lo que de enseñarse a los jóvenes no es esto o lo de más allá; sino vigorizar, templar su ser íntegro para el deber, enseñarlos a obrar prontamente, a concentrar sus energías a hacer las cosas, “a llevar la carta a García”.

El General García ya no existe. Pero hay muchos García en el mundo. Qué desaliento no habrá sentido todo hombre de empresa, que necesita de la colaboración de muchos, que no se haya quedado alguna vez estupefacto ante la inercia del común de los hombres, ante su abulia, ante su falta de energía para llevar a término la ejecución de un acto.

Descuido culpable, trabajo a medio hacer, desgreño, indiferencia, parecen ser la regla general. Y sin embargo no se puede tener éxito, si no se logra por uno u otro medio tener la colaboración completa de los subalternos, a menos que Dios en su bondad, obre un milagro y envíe un ángel iluminador como ayudante.

El lector puede poder a prueba mis palabras: llame a uno de los muchos empleados que trabajan a sus órdenes y dígale: “Consulte usted la Enciclopedia y hágame el favor de sacar un extracto de la vida de Corregio”. ¿Cree usted que su ayudante le dirá: “si señor”, y ponga manos a la obra?

Pues no lo crea. La lanzará una mirada vaga y le hará una o varias de las siguientes preguntas:

¿Quién era él?

¿En

...

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