Cuento Maya
Enviado por • 28 de Noviembre de 2012 • 1.177 Palabras (5 Páginas) • 406 Visitas
El que se enoja pierde
HACE TIEMPO, VIVÍAN TRES HERMANOS huérfanos con su abuelita. Vivían pobres, torciendo hilo. El mayor quiso probar su suerte y salir.
—Voy a buscar trabajo, abuelita.
—Pero, ¿a dónde vas a ir, hijo? Podemos vivir bien, torciendo nuestro hilo.
El muchacho insistió y la viejita no pudo convencerlo; viendo que de cualquier manera se iría, le alistó su bastimento de posol. Y el muchacho se fue.
Caminando, caminando, llegó hasta la casa de un rey. Preguntó si acaso tenían trabajo para él.
—Cómo no, hay varios: chapear el jardín (o sea arreglarlo), trabajar en el huerto o cuidar a un chamaquito.
—Escojo cuidar al chamaquito —dijo el muchacho. Se le hizo lo más fácil—. Y ¿cuáles son las condiciones?
—El que se enoje, pierde.
—Bueno, está sencillo.
Comenzó a trabajar. En la mañana sacó al niño. A la hora del almuerzo, al chamaquito se le antojó ir al patio y le ordenaron al muchacho —para eso lo estaba cuidando— que lo sacara. Y así, se quedó en ayunas.
Se aguantó: "Al fin que al rato como", pensó. Pero a la hora de la comida, se le antojó al niño de nuevo ir a otra parte y, por acompañarlo, volvió a quedarse sin probar bocado. Tampoco en la noche lo dejó comer el dichoso chamaquito. Y así, cada vez que estaba por sentarse, se quedaba con las ganas. Puso mala cara. El rey le preguntó:
—¿Qué, estás enojado?
—¡Cómo quieres que no esté enojado si hace dos días que no como!
—Ah, pues ya perdiste.
Ordenó que lo apresaran, que le cortaran una nalga y que lo echaran a un calabozo.
En la casa de la abuelita, el segundo hermano empezó con que también él quería salir. Salió y le sucedió lo mismo que al mayor. En la cárcel se encontraron:
—¿Aquí estás?
—Sí.
—Pues ya somos dos.
El tercer hermano quiso probar fortuna.
—Tengo que ir a ganar dinero, como mis hermanos.
—Si no han regresado, menos tú, que eres más chico. ¿Vas a dejarme solita?
—Como sea, tengo que buscar mi destino.
Tanto insistió que la abuelita se resignó.
—Ni remedio, si te has de ir, vete —le dijo. Y le preparó sus provisiones como a los otros dos hermanos.
Caminando, caminando, llegó hasta el palacio del rey; también a él le dijeron:
—¿Quieres chapear el jardín, arreglar el huerto, o cuidar al chiquito?
—Cuidar al chiquito —dijo rápidamente.
Y le dijeron la condición:
—El que se enoja pierde.
—¿Parejo para todos?
—Parejo.
—Bueno.
Le entregaron al niño, para que se encargara de atenderlo.
—Tienes que darle todo lo que quiera, llevarlo a donde te pida. Que esté contento —le recomendaron.
Al otro día sirvieron el desayuno. No se acababa de sentar cuando el chiquito quiso salir al patio.
—Joven, lleva al niño al patio.
—¡Cómo no!
Cargó la mesa con todo y comida, agarró al niño y lo sacó al patio, arrastrándolo. Ya en el patio, lo aventó en un rincón y se sentó, sin pena, a desayunar. Acabó, dejó tirados los platos sobre la mesa y, jalando al niño de la oreja, lo llevó de regreso a la casa.
Lo mismo sucedió a la hora de comer, y por la noche.
—Si sigue así nos va a matar al niño —protestó la reina—. Regáñalo.
Mandó llamar al muchacho. Con voz calmada le dijo:
—Mira, joven, el chiquito creció muy rápido; yo creo que mejor te vas para la hacienda, allá tenemos muchos peones.
—¿Qué, ya te enojaste, rey?
—No, no es eso. El chiquillo ya creció, te digo, y te vas a ir para la hacienda.
Al día siguiente se fue para la hacienda. Allí estaban trabajando todos los peones del rey. En la hacienda había miel, fruta, ganado.
Comenzó a preguntarles a los
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