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DIOS


Enviado por   •  19 de Octubre de 2013  •  Ensayo  •  1.650 Palabras (7 Páginas)  •  372 Visitas

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“Dios es amor; quien está en el amor, habita en Dios y Dios habita en él” (1 Jn 4, 16). Estas palabras, con las que comienza la encíclica, expresan el centro de la fe cristiana. En un mundo en el cual al nombre de Dios se le asocia a veces con la venganza o incluso el odio y la violencia, el mensaje cristiano del Dios Amor es de gran actualidad.

La Encíclica está articulada en dos grandes bloques. La primera ofrece una reflexión teológico-filosófica sobre el “amor” en sus diversas dimensiones -eros, philia, agape – precisando algunos datos esenciales del amor de Dios por el hombre y de la relación intrínseca que este amor tiene con el amor humano. La segunda parte trata del ejercicio concreto del mandamiento del amor al prójimo.

Primera parte

El término “amor”, una de las palabras más usadas y de las cuales más se abusa en el mundo de hoy, abarca un vasto campo semántico. Sin embargo, en la multiplicidad de significados, emerge como arquetipo del amor por excelencia el que se da entre el hombre y la mujer, que en la antigua Grecia recibía el nombre de “eros”. En la Biblia, y sobre todo en el Nuevo Testamento, se profundiza en el concepto de “amor” –un desarrollo que se expresa en la misa al margen de la palabra “eros”, en favor del término “ágape”, para expresar un amor oblativo. Esta nueva visión del amor, que es una novedad esencial del cristianismo, a menudo ha sido valorada de forma absolutamente negativa como rechazo del “eros” y de la corporeidad. Aunque ha habido tendencias de ese tipo, el sentido de esta profundización es otro.

El “eros”, puesto en la naturaleza del hombre por su mismo Creador, tiene necesidad de disciplina, de purificación y de maduración para no perder su dignidad original y no degradarse en puro “sexo”, convirtiéndose en una mercancía. La fe cristiana siempre ha considerado al hombre como un ser en el cual espíritu y materia se compenetran mutuamente, extrayendo de esto una nueva nobleza. El desafío del “eros” puede considerarse superado cuando, en el hombre, cuerpo y alma se encuentran en perfecta armonía.

Entonces el amor se convierte en “éxtasis”; pero “éxtasis” no en el sentido de euforia pasajera, sino como éxodo permanente del yo recluido en sí mismo, hacia su liberación en el don de sí, y precisamente de esta forma, hacia el encuentro de sí mismo, y también hacia el descubrimiento de Dios: de esta forma el “eros” puede elevar al ser humano “en éxtasis” hacia lo Divino. En definitiva, “eros” y “ágape” exigen que no se les separe nunca completamente al uno del otro, al contrario, cuano más ambos, aunque en dimensiones diversas, encuentran su justo equilibrio, tanto más se realiza la verdadera naturaleza del amor. A pesar de que el “eros” inicialmente es sobre todo deseo, al acercarse después a la otra persona, se preguntará cada vez menos sobre sí mismo, buscará cada vez más la felicidad del otro, si donará y deseará “ser para” el otro: así se inserta en él y se afirma el momento del “ágape”.

En Jesucristo, que es el amor encarnado de Dios, el “eros”-“agape” alcanza su forma más radical. En a muerte en cruz, Jesús, donándose para levantar y salvar al hombre, expresa el amor de la forma más sublime. A este acto de ofrecimiento, Jesús le ha asegurado una presencia duradera a través de la institución de la Eucaristía, en la que, bajo las especies del pan y del vino, se dona a sí mismo como nuevo maná que nos une a Él. Participando en la Eucaristía, también nosotros somos implicados en la dinámica de su donación. Nos unimos a Él y al mismo tiempo nos unimos a todos los otros a quienes Él se dona; nos convertimos así en “un solo cuerpo”. De esta forma, el amor a Dios y el amor al prójimo están verdaderamente unidos. El doble mandamiento, gracias a este encuentro con el “ágape” de Dios, ya no es sólo exigencia: el amor puede ser “mandado” porque primero se ha donado.

Segunda parte

El amor al prójimo enraizado en el amor de Dios, más que tarea para el fiel, lo es para la entera comunidad eclesial, que en su actividad caritativa debe reflejar el amor trinitario. La conciencia de tal deber ha tenido relevancia constitutiva en la Iglesia desde sus inicios (cfr Hch 2, 44-45) y bien pronto se manifestó también la necesidad de una cierta organización como presupuesto para su cumplimiento eficaz. Así, en la estructura fundamental de la Iglesia, emergió la “diaconía” como servicio del amor al prójimo ejercido de modo comunitario y de forma ordenada –un servicio concreto, pero al mismo tiempo también espiritual (cfr Hch 6, 1-6). Con la progresiva difusión de la Iglesia, este ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos esenciales. La íntima naturaleza de la Iglesia se expresa así en una triple tarea: el anuncio de la Palabra de Dios (“kerygma-martyria”), la celebración de los Sacramentos (“leiturgia”), y el servicio de la caridad (“diakonia”). Son tareas que se presuponen mutuamente y

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