De La Clemencia
Enviado por capricornio • 24 de Julio de 2011 • 11.282 Palabras (46 Páginas) • 590 Visitas
De la clemencia
Lucio Anneo Séneca
Libro primero
I. Me he propuesto escribir de la clemencia, oh Nerón César, para servirte a manera de espejo, y, mostrándote a ti mismo, hacerte llegar al goce más eminente. Que si bien es cierto que el verdadero fruto de las buenas acciones está en haberlas realizado, y no se encuentra premio digno de la virtud fuera de ella misma, dulce es, sin embargo, la contemplación y examen de la buena conciencia, y después de dirigir la vista a esa multitud inmensa, discordante, sediciosa, desenfrenada, dispuesta a lanzarse tanto a la pérdida de otros como a la suya propia, si consiguiese romper su yugo, poder decirse: «Yo soy el preferido de todos los mortales, elegido para desempeñar en la tierra las veces de los dioses; yo soy el árbitro de la vida y la muerte en las naciones, teniendo en mi mano la suerte y condición de cada uno. Lo que la fortuna quiere dar a cada mortal, lo declara por mi boca; de mi respuesta depende la alegría de los pueblos y ciudades. Ninguna parte de la tierra florece sino por mi voluntad y mi favor. Esos millares de espadas que mi paz mantiene ociosas, brillarán a una señal mía: tales naciones quedarán destruidas, tales serán trasladadas, tales recibirán la libertad, aquellas la perderán, aquellos reyes serán esclavos, tales cabezas recibirán la real diadema, tales ciudades se destruirán y tales otras se edificarán; todo esto está en mi mano. Con este poder sobre las cosas, no me he visto arrastrado a mandar suplicios injustos, ni por la ira, ni por la fogosidad juvenil, ni por la temeridad y obstinación de los hombres, que frecuentemente destierran la paciencia de los pechos más tranquilos: ni tampoco por esa gloria cruel que consiste en ostentar el poder por el terror, gloria que con tanta frecuencia ambicionan los dueños de los imperios. Encerrada está por mí la espada, o mejor dicho, cautiva; tan cuidadoso soy hasta de la sangre más humilde, y nadie hay a quien el título de hombre, a falta de otro, no le merezca mi favor. Mantengo oculta siempre la severidad y en ejercicio la clemencia; me observo como si hubiese de dar cuenta a las leyes que he sacado del polvo y la oscuridad a la luz. Me he conmovido por la juventud del uno y por la ancianidad del otro; perdoné a éste por su dignidad, a aquél por su humildad, y cuando no encontraba causa alguna de indulgencia, perdonaba por mí mismo. Hoy, si los dioses inmortales me llamasen a dar cuenta, dispuesto estoy a dársela del género humano». Audazmente puedes proclamar, César, que de todas las cosas confiadas a tu fe, a tu tutela, nada has quitado a la república, ni secretamente ni por violencia. Has ambicionado una gloria rarísima y que nunca consiguió ningún príncipe: la de no hacer daño. No has perdido el trabajo, ni tan singular bondad ha encontrado apreciadores ingratos o malévolos, sino que has conquistado el agradecimiento. Nunca fue tan querido un hombre de otro hombre, como lo eres tú del pueblo romano, que ve en ti su bien mayor y más duradero. Pero le has impuesto pesada carga: nadie habla ya del divino Augusto ni de los primeros tiempos de Tiberio César, nadie busca fuera de ti ejemplo que desee verte imitar. Lo que se pide es que todo tu reinado corresponda a la dulzura del primer año. Cosa difícil sería ésta si esa bondad que te pertenece no fuese natural, si solamente la hubieses tomado para determinado tiempo, porque nadie puede llevar siempre la máscara. Todo lo fingido vuelve pronto a su naturaleza; todo lo que descansa en la verdad, todo lo que, por decirlo así, brota con solidez, crece y mejora con el tiempo. Grande era el azar que corría el pueblo romano, mientras ignoraba qué dirección tomaría tu generoso carácter. Las esperanzas públicas están seguras ya; porque no es creíble caigas de pronto en el olvido de ti mismo. Verdad es que la mucha felicidad hace exigentes, y que nunca son tan moderados los deseos que se contenten con lo que se obtiene: el gran bien es paso para otro mayor, y las esperanzas más desmedidas nacen de la felicidad inesperada. Sin embargo, hoy obligas a tus súbditos a confesar que son dichosos y que solamente falta a su felicidad el ser perpetua. Muchas cosas concurren a arrancarles esta confesión, la más tardía que hace el hombre: su completa seguridad, fuente abundante de bienes; sus derechos colocados fuera de todo ataque. Los ojos reposan en esta forma de república, a la que no falta para llegar a la libertad más completa sino la licencia que se destruye por sí misma. Pero lo que principalmente conmueve, tanto a los grandes como a los pequeños, es la admiración de tu clemencia: porque tus otras perfecciones cada cual las desea más grandes o más pequeñas, en proporción de su fortuna, y de la clemencia todos esperan lo mismo. Nadie hay que esté tan satisfecho de su inocencia que no se regocije de tener delante de los ojos la clemencia, dispuesta a compadecer los errores humanos.
II. Bien sé que algunos creen que la clemencia es incentivo para la malignidad, porque es inútil sin el crimen, siendo la única virtud sin ejercicio entre los inocentes. Pero, en primer lugar, de la misma manera que los sanos honran la medicina, a pesar de que solamente sirve a los enfermos, así también los inocentes veneran la clemencia aunque no la invoquen más que los culpables. En segundo lugar, puede ejercerse también hasta con los inocentes. porque algunas veces la fortuna se toma por culpa, y la clemencia acude en ayuda no solamente de la inocencia, sino que con frecuencia también en la de la virtud, cuando ocurre, según la condición de los tiempos, que acciones laudables corren riesgo de recibir castigo. Añade a esto, que considerable parte de los hombres puede volver a la inocencia. Sin embargo, no debe perdonarse a ciegas, porque cuando ha desaparecido toda diferencia entre los buenos y los malos, sobreviene la confusión y la irrupción de los vicios. Necesario es, pues, usar moderación y saber distinguir los caracteres que pueden curarse de los que no pueden recibir curación. La clemencia no ha ser ciega, ni convencional, ni restringida, porque tanta crueldad puede haber en perdonar a todos como en no perdonar a ninguno. Necesario es conservar el término medio, y como el temperamento es muy difícil, si hemos de inclinarnos a algún lado, que sea al más humanitario.
III. Pero estas cosas se dirán mejor en su lugar. Ahora dividiré en tres partes toda la materia. La primera será la introducción; en la segunda demostraré la naturaleza y atributos de la clemencia, porque, corno algunos vicios imitan la virtud, no se les puede distinguir sino marcando la virtud con señales que la hagan reconocer; en tercer lugar investigaremos cómo llega el alma a esta virtud, cómo se robustece en ella y se la apropia con el uso. Ahora bien:
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