LA CRUZ Y LA NUEVA «ESTÉTICA» DE LA FE
Enviado por LuiguiFerninando • 3 de Abril de 2014 • 2.983 Palabras (12 Páginas) • 169 Visitas
Cada año me llama permanentemente la atención la paradoja que se encuentra en la Liturgia de las Horas para el tiempo de Cuaresma, en el Salterio de las Vísperas del lunes de la segunda semana. Nos encontramos ahí con dos antífonas, una para el tiempo de Cuaresma, otra para la Semana Santa, las que introducen el Salmo 44 [45], pero al cual le atribuyen una clave interpretativa totalmente contradictoria.
El salmo describe las bodas del Rey, su belleza, sus virtudes y su misión, y luego enaltece a la novia. En el tiempo de Cuaresma, el Salmo 44 está enmarcada por la misma antífona que se utiliza el resto del año. El tercer verso del salmo dice: «Eres el más bello de los hombres, de tus labios fluye la gracia». Es evidente que la Iglesia lee este salmo como una representación poética y profética de la relación esponsal de Cristo con su Iglesia. Ella reconoce a Cristo como el más bello de los hombres, la gracia que se derrama en sus labios señala la belleza interior de sus palabras y la grandeza de su testimonio. No se alaba simplemente la belleza externa de la manifestación del Redentor, más bien aparece en él la belleza de la Verdad, la belleza de Dios mismo que nos arrebata, en cierto modo nos ocasiona una herida de amor, el santo Eros que nos permite salir con y en la Iglesia, su Esposa, hacia el Amor que nos llama. Sin embargo, el miércoles de Semana Santa, la Iglesia cambia la antífona y nos invita a interpretar el salmo a la luz de Is 53,2: «creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres». ¿Cómo podemos conciliar esto? «El más bello de los hombres» tiene tan mal aspecto que no, se lo quiere contemplar.
Pilatos lo presenta a la multitud diciendo: «¡Ecce homo!», para reclamar compasión por el quebrantado y torturado, en quien no ha quedado ninguna belleza exterior. Agustín, quien en su juventud había escrito un libro sobre la belleza y la armonía De Pulchro et apto y era un enamorado apasionado de la belleza en las palabras, en la música y en la pintura, ha experimentado muy enérgicamente esta paradoja y ha considerado que la gran filosofía griega de la belleza no era simplemente rechazada en este pasaje, sino dramáticamente cuestionada: lo que es bello, lo que significa la belleza tendría que ser debatido y experimentado nuevamente. Refiriéndose a la paradoja presente en estos textos, él hablaba de los sonidos contrastantes de «dos trompetas», producidos por el mismo resuello, es decir, por el mismo Espíritu. Él sabía que la paradoja es un contraste, no una contradicción. Ambas antífonas provienen del mismo Espíritu que inspira a toda la Escritura, pero que hace sonar notas diferentes en ella, de tal modo que nos sitúa frente a la totalidad de la verdadera Belleza, de la Verdad misma. Frente al texto de Isaías surge en primer lugar la pregunta que ha ocupado a los Padres de la Iglesia: si en ese momento Cristo era hermoso o no. Aquí está implícita la pregunta más radical: si la belleza es verdadera o si, por el contrario, es la fealdad la que nos conduce a la verdad propia de la realidad. Quien cree en Dios, en el Dios que se ha revelado precisamente en la apariencia desfigurada del Crucificado por amar «hasta el extremo» (Jn 13,1), sabe que la belleza es la verdad y que la verdad es la belleza, pero en el Cristo sufriente también aprende que la belleza de la verdad contiene la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que esto sólo puede ser encontrado cuando se acepta el sufrimiento, no cuando se le ignora.
Un primer conocimiento del hecho de que la belleza también tiene que ver con el dolor está absolutamente presente en el mundo griego pensemos, por ejemplo, en elFedro de Platón . Platón contempla el encuentro con la belleza como esa saludable sacudida emocional que arranca de sí al hombre y lo «arrebata». El hombre, así dice Platón, ha perdido la perfección original que fue pensada para él, y ahora está per¬ manentemente buscando la primitiva forma sanadora. La nostalgia y el deseo vehemente lo impulsan a perseverar en está búsqueda, y la belleza lo arranca de la tranquilidad de la vida cotidiana, puesto que le hace sufrir. En sentido platónico, podríamos decir que la flecha de la nostalgia atraviesa al hombre, lo hiere y de esta manera le da alas, lo exalta y eleva. En su discurso de El Banquete, Aristófanes dice que los amantes no saben lo que realmente quieren uno del otro, pero es obvio que las almas de ambos están sedientas más bien de algo que es diferente a placer amoroso. Pero el alma no puede expresar esta otra cosa, «solamente presiente lo que quiere realmente y habla de ello en forma enigmática». En el si¬ glo XIV se vuelve a encontrar esta experiencia de Platón en el teólogo bizantino Nicolás Cabasilas en su libro La vida en Cristo , experiencia en la que el fin del deseo vehemente si¬gue siendo innombrable. Ahora este último está transformado en sentido cristiano, cuando Cabasilas dice: «los hombres que tienen tienen en sí un anhelo tan impetuoso que sobrepasa su naturaleza, desean fervientemente y son capaces de llevar a cabo cosas que trascienden el pensamiento humano. Es el no¬vio mismo quien ha herido a tales hombres, es él mismo quien ha enviado un rayo de su belleza a sus ojos. La grandeza de la herida muestra que la flecha ha dado en el blanco, y el anhelo les indica que la herida ha sido infligida».
La belleza lastima, pero así es exactamente como impulsa al hombre a su destino supremo. Lo que Platón dice, y más de 1500 años más tarde afirma Cabasilas, no tiene nada que ver con el esteticismo superficial ni con el irracionalismo, con el vuelo hacia la claridad y la importancia de la razón. Por cierto, la belleza es conocimiento, una forma superior de conocimiento, porque alcanza al hombre con toda la grandeza de la verdad. Aquí Cabasilas ha permanecido enteramente griego, dado que él pone el conocimiento al comienzo, cuando dice que «la causa originaria del amor es el conocer, el conocer hace nacer al amor». Prosigue diciendo que ocasionalmente podría el conocimiento ser tan fuerte que ejercería un efecto parecido a un filtro amatorio, pero él no se contenta con hacer esta afirmación en términos generales. Con su característico pensamiento riguroso distingue entre dos clases de conocimiento. El primero es el conocimiento a través de la instrucción, el cual permanece como conocimiento de segunda mano, ya que no proporciona un contacto directo con la realidad misma. El segundo es, en cambio, el conocimiento a través de la experiencia personal, a través de la relación directa con las cosas mismas. «En tanto que no hemos valorado un ser, tampoco amamos al objeto tal como tendría que ser amado». Ser alcanzado
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