La ilusión de nuestros propios talentos para la profesión
Enviado por 15031995 • 2 de Octubre de 2013 • Tutorial • 1.594 Palabras (7 Páginas) • 296 Visitas
La naturaleza ha determinado la esfera de actividad en la que debe moverse todo animal, y éste se mueve apaciblemente en ella, sin intentar sobrepasar sus límites, sin intentar siquiera echar un rápido vistazo más allá. También al hombre en general la Divinidad le ha dado un fin, el de ennoblecer a la humanidad y a sí mismo, pero le permite buscar por sí solo los medios mediante los cuales realizar este fin; le deja elegir la posición en la sociedad más adecuada para él, desde la cual podrá más fácilmente elevarse a sí mismo y a la sociedad.
Esta capacidad de elección es un gran privilegio para el hombre sobre el resto de la creación, pero al mismo tiempo es una decisión que pude destruir toda su vida, frustrar sus planes y hacerle infeliz. Recapacitar seriamente sobre esta elección es, por tanto, el primer deber de un joven que comienza su carrera y no quiere dejar sus asuntos más importantes al arbitrio de la suerte.
Todo el mundo tiene un objetivo en perspectiva que, al menos para él, parece sumamente importante, y así es de hecho si la más profunda de las convicciones, la voz más íntima del propio corazón así lo declara, porque la Divinidad jamás deja a un hombre mortal por completo solo y sin guía; él habla en voz baja, pero certera.
Pero esta voz puede fácilmente ahogarse, y lo que tomamos por inspiración puede ser el producto de un instante que otro instante puede quizá destruir. Nuestra imaginación, quizá, echa a volar, nuestras emociones nos alteran, vemos fantasmas ante nuestros ojos, y nos lanzamos de cabeza hacia lo que el impetuoso instinto nos sugiere, imaginando que la Deidad misma nos lo señala. Y lo que ardientemente abrazamos pronto nos repele y vemos toda nuestra existencia en ruinas.
Por eso debemos examinar seriamente si estuvimos realmente inspirados en nuestra elección de profesión, si nuestra voz interior lo aprueba, o si esta inspiración es una ilusión, y lo que creemos la llamada de la Deidad no era más que autoengaño. Pero, ¿cómo podemos reconocer algo sino rastreando la fuente de la inspiración misma?
Aquello que es grande brilla, su brillo incita a la ambición, y la ambición puede fácilmente producir la inspiración o lo que creemos inspiración; la razón es incapaz de reprimir al hombre tentado por el demonio de la ambición, que se lanzará de cabeza sobre aquello que el impetuoso instinto le sugiere: ya no es él quien elige su posición en la vida, en lugar de ello se ve determinado por la suerte y la ilusión.
Tampoco estamos llamados a adoptar la posición que nos ofrece las más brillantes oportunidades; no es ésa la que, durante la larga serie de años en que quizá tengamos que mantenerla, jamás nos canse, jamás nos desaliente, jamás nos haga perder el entusiasmo, viendo pronto nuestros deseos insatisfechos, nuestras ideas sin realizar, clamando contra la Deidad y maldiciendo a la humanidad.
Pero no sólo la ambición puede despertar un entusiasmo repentino por una profesión determinada; quizá nuestra imaginación pueda embellecerla, y embellecerla de tal manera que nos parezca lo mejor que la vida puede ofrecernos. No la hemos analizado en detalle, no hemos considerado toda la carga que implica, la gran responsabilidad que nos impone; la hemos visto sólo desde la distancia, y la distancia engaña.
Nuestra propia razón no puede ser buena consejera aquí; porque no está sustentada ni por la experiencia ni por una profunda observación, sino que se ve engañada por la emoción y cegada por la fantasía. ¿Hacia quién volver entonces nuestros ojos? ¿Quién nos apoyará allí donde nuestra razón nos abandona?
Nuestros padres, que ya han recorrido el camino de la vida y han experimentado la severidad del destino –nos lo dice nuestro corazón.
Pero si aún así nuestro entusiasmo persiste, si continuamos amando una profesión y creyéndonos llamados a ella después de examinarlo a sangre fría, después de conocer sus cargas y tomar conciencia de sus dificultades, entonces debemos adoptarla, entonces ni nuestro entusiasmo nos engaña ni nuestra precipitación nos desvía.
No siempre, sin embargo, podemos alcanzar la posición a la que nos creemos llamados; nuestras relaciones en la sociedad están ya fijadas hasta cierto punto antes de que podamos influir en ellas.
Nuestra constitución física misma es a menudo un obstáculo amenazador, y no motivo de burla.
Es cierto que podemos sobreponernos a ella, pero entonces nuestra caída será tanto más rápida, porque estamos arriesgándonos a construir sobre ruinas, y toda nuestra vida será una desgraciada lucha entre el cuerpo y la mente. Porque aquél que es incapaz de reconciliarse con las advertencias que reconoce en sí mismo, ¿cómo puede resistir el tempestuoso estrés de la vida, cómo puede actuar con calma? Y sólo desde la calma pueden las acciones fructificar; es la única tierra en la que los frutos se desarrollan correctamente.
Aunque no podamos trabajar felizmente durante mucho tiempo con una constitución
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