La lengua de las mariposas
Enviado por piojinymamor • 23 de Julio de 2014 • Informe • 1.348 Palabras (6 Páginas) • 304 Visitas
La lengua de las mariposas
"¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas." El
maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio a los de la Instrucción
Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel
aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen
el efecto de poderosas lentes. "La lengua de la mariposa es una trompa enroscada
como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para
chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la
boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa." Y
entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando,
con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de almíbar. Yo
quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no
podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un pequeñajo, la escuela era una
amenaza terrible. Una palabra que se blandía en el aire como una vara de mimbre. "¡Ya verás
cuando vayas a la escuela!"
Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos
a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la
escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio.
Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero
mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el
pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue
Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: "Pareces un pardal*".
(en gallego, gorrión (N. de la T.).
Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría
como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada
puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría
llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica. "¡Ya verás cuando vayas
a la escuela!" Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la
mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua ni
jato ni jracias. "Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara
tienen la garganta llena de trigo*. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!" Si de
verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la
cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con
una claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis padres que estaba
enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía las entrañas. Y me meé. No me meé en la cania, sino en la
escuela.
Lo recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y vergonzosa
resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio agachado con la
esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta que pudiese salir y echar a volar por la
Alameda.
"A ver, usted, ¡póngase de pie!" El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que
aquella orden iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla, Era
pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el Krim. "¿Cuál es su nombre?"
"Pardal". Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en las
orejas. "¿Pardal?" No me acordaba de nada. Ni de mi nombre.
Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran
dos figuras borrosas que se desvanecían en la
...