Los Dos Mundos
Enviado por DOMINIC2032 • 23 de Octubre de 2013 • Tutorial • 9.627 Palabras (39 Páginas) • 285 Visitas
INTRODUCCION
Es una obra literaria de magnífica composición escrita por el prodigioso Hermann Hesse. A través de sus lineas el autor logra transmitir una variedad incalculable de sensaciones, pensamientos y creencias. Crea una inmortal simbiosis entre el lector y la trama en la cual los personajes toman un rol propio y diferenciado de los demás. Estos personajes encarnan significados y representaciones de gran importancia para el protagonista principal, Sinclair. La obra en sí carece de gran trama lineal, se basa en el progreso y cambio espiritual por el cual el ser humano atraviesa en momentos críticos de su vida. Estableces cuan dependiente puede volverse alguien al querer buscar la libertad y el bienestar. Sinclair intenta descubrir porque aun queriendo pertenecer al "lado bueno" de la vida, no puede evitar formar parte del otro, el "lado oscuro"
También se muestra el trágico cambio que va originándose en el ser humano a lo largo de las etapas que cumple en la vida. En uno de esos tormentosos cambios da entrada otro de los protagonistas de la novela, Demian. Este personaje toma la figuro paterna sobre Sinclair mostrándole las causas y consecuencias de la realidad, es decir, enseñándole el mundo en sí. Este personaje tiene bien figurado lo que depara el futuro, tiene creencias que atraen maravillosamente al desprotegido Sinclair. A medida que pasa el tiempo se da cuenta que Demian es el dueño de las sensaciones y razonamientos de él ya que se los había enseñado respectivamente. En este transcurso de la novela es cuando se muestra la importancia de la madre de Demian al mostrar su lado feminista-materno.
Luego, ocurre la distancia entre los dos compañeros, ya que quieren enprender cada uno un camino diferente al otro. Entonces la historia concluye cuando Sinclair logra la dependencia espiritual y se convierte en un ser libre de su propias desiciones, gracias al camino que le mostró su verdadero y gran profesor, Demian.
1. LOS DOS MUNDOS
Dos mundos se confundían allí: de dos polos opuestos surgían el día y la noche.
Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se reducía a mis padres. Este mundo me resultaba muy familiar: se llamaba padre y madre, amor y severidad, ejemplo y colegio. Por todas partes brotaba y pululaba aquel mundo violento; por todas partes, excepto en nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y estaba bien que así fuera. Y lo más extraño era cómo lindaban estos dos mundos, y lo cerca que estaban el uno del otro. Por ejemplo, nuestra criada Lina, cuando por la noche rezaba en el cuarto de estar con la familia y cantaba con su voz clara, sentada junto a la puerta, con las manos bien lavadas sobre el delantal bien planchado, pertenecía enteramente al mundo de mis padres, a nosotros, a lo que era claro y recto. Sí, yo pertenecía al mundo claro y recto, era el hijo de mis padres; pero adondequiera que dirigiera la vista y el oído, siempre estaba allí lo otro, y también yo vivía en ese otro mundo aunque me resultara a menudo extraño y siniestro, aunque allí me asaltaran regularmente los remordimientos y el miedo. A veces sabía yo que mi meta en la vida era llegar a ser como mis padres, tan claro y limpio, superior y ordenado como ellos; pero el camino era largo, y para llegar a la meta había que ir al colegio y estudiar, sufrir pruebas y exámenes; y el camino iba siempre bordeando el otro mundo más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo imposible quedarse y hundirse en él. Mis hermanas pertenecían también al mundo claro. Porque en las hermanas se ofendía a los padres, a la bondad y a la autoridad. En días buenos, cuando todo era radiante y la conciencia estaba tranquila, era delicioso jugar con las hermanas, ser bueno y modoso con ellas y verse a sí mismo con un aura bondadosa y noble. ¡Así debía sentirse uno siendo ángel! Era la suma perfección que conocíamos; y creíamos que debía ser dulce y maravilloso ser ángel, rodeado de melodías suaves y aromas deliciosos como la Navidad y la felicidad. Su padre era un bebedor crónico y toda la familia tenía mala fama. Yo conocía bien a Franz Kromer; le tenía miedo y no me gustó que se uniera a nosotros. Bajo su mando descendimos a la orilla del río, junto al puente, y nos ocultamos a los ojos del mundo bajo el primer arco. Franz Kromer se lo guardaba o lo tiraba al agua. Franz daba las órdenes y nosotros obedecíamos como si aquello fuera una vieja costumbre, aunque en verdad era la primera vez que estaba con él.
Era imposible que Franz me aceptara a mí, niño bien y alumno del Instituto; los otros dos chicos -yo me daba cuenta- renegarían de mí en el momento decisivo y me dejarían en la estacada.
-No correrá tanta prisa -rió Franz-, llevamos el mismo camino.
Cuando llegamos y vi la puerta con su grueso picaporte dorado, la luz del sol sobre las ventanas y las cortinas del cuarto de mi madre, respiré aliviado. La vuelta a casa. ¡Venturoso regreso a casa, a la luz, a la paz!
Abrí rápidamente la puerta, dispuesto a cerrarla detrás de mí, pero Franz Kromer se interpuso y entró conmigo. -¡Santo Dios! -exclamé-. Pertenecía al «otro» mundo; para él la traición no era un crimen. En estas cosas la gente del «otro» mundo no era como nosotros.
-¿No decir nada? -rió Kromer-. El mundo se desmoronó a mi alrededor. Me denunciaría; yo era un delincuente. Se lo dirían a mi padre y quizá vendría hasta la policía a casa. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Me brotaron las lágrimas. -Kromer -dije-, escucha, no me denuncies, no estaría bien. Kromer sonrió y tomó el reloj con su manaza. Miré aquella mano y me di cuenta de lo brutal y hostil que me era, de cómo amenazaba mi vida y mi paz.
-Me importa tres pitos tu plata y tu reloj -dijo con profundo desprecio-. Conozco bien al sargento.
-Dime lo que tengo que hacer, Franz. Eres rico, tienes hasta un reloj. Pero ¡dos marcos! Para mí era tanto y tan imposible como diez, cien o mil marcos. Yo no disponía de dinero. No tengo dinero. Kromer sólo torció su boca agresiva y peligrosa y escupió en el suelo.
No podía subir a casa. Mi vida estaba destrozada. Pero todo aquello ya no me pertenecía; era el mundo claro de los padres y yo me había hundido profunda y culpablemente en el torrente desconocido. Mi pecado no era esto o aquello; mi pecado era haber dado la mano al diablo. ¡Qué dulce me parecía aquello! ¡Cómo deseaba hacerlo! Pero era imposible. Había jugado a ser hombre y héroe y ahora tenía que soportar las consecuencias.
Me veía sujeto por nuevas y absorbentes raíces al mundo extraño y tenebroso. Yo no canté; cada tono era como hiel y veneno para mí. Por la mañana, cuando
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