Olga Bostecé vehemente, de manera mecánica.
Enviado por LuisBorjas • 4 de Mayo de 2016 • Apuntes • 974 Palabras (4 Páginas) • 198 Visitas
Olga
Bostecé vehemente, de manera mecánica. Impulsando con un rechinido, hacia atrás el respaldo negro y gastado de la vieja silla de oficina donde me hallaba sentada, aparté de mi rostro las livianas gafas para ver de cerca y me froté el ojo derecho con el dorso de una mano. Despabilé lentamente, despertando de apoco inconsciente del inmerso ensimismamiento letárgico en que caí inconcusa. Pasaron dos segundos, quizás diez o quince, pudieron haber sido horas y nunca haberlo percatado, tenía la mirada fija al vacío de la nada, entre el blanco azulejo del suelo y la puntiaguda esquina de mi gaveta entrecerrada.
Con pesadez, solté un resoplido que aún olía al café del medio día. Sufrí exasperada y tediosa por el incesante traqueteo de los secos golpes de teclas ajadas en las opacas máquinas de escribir y los chirriantes sonidos del discar de los teléfonos descolgados, como violados por los lánguidos dedos de las otras oficinistas y las secretarias de turno. Había olvidado por un leve instante dónde estaba y cuál era mi función en este lugar.
Así hubiera querido pasar mi vida entera, flotando impune en el dulce sopor del desvarío hipnótico del aburrimiento; pero no sucedería, tan pronto como vale la pena lo sublime termina, efímero como el cruzar de dos miradas tristes un día por noche en un vagón de la estación, cuando dos almas en pena coinciden, en un estado de gracia, para jamás volverse a ver.
Quería entonces desdibujar mi letargo, revindicar la animosa altivez de una sonrisa forzada sobre las lúgubres sombras de la cotidianidad insoportable de este día igual a cualquier otro que haya tenido o tuviere por venir. ¿Pero qué sentido tendría monopolizar los cansinos movimientos del teclear de mis manos dolientes de atasco mecanógrafo si al finalizar el día, debiere insufrible aceptar el devenir de una copia de la copia de otra copia de los ciclos y jornadas por llegar? Sentía mis días y sus logros archivados, tal cual aquellos documentos olvidados en los anaqueles traseros del cuarto de archivo. Miré con desdén el cálido halito nauseabundo de la cafetera, suspiré dispersando un aliento fúnebre, arrobada por la vida detrás de estos muros de tabla-roca y cubículos sepulcrales de donde no escapa el alma; allá donde en los campos arrulla el viento los pastos de abril y el lucero derrama su argenta luz tras desangrarse el alba.
Pero el pequeño reloj de pared, cínico y risible, inclinado y pesaroso al otro lado del despacho, renqueaba marchito rubricando las tres y siete de la tarde. Lo miré fijamente y a través de él, con la mente pinchada por segundos infinitos concentré el enfoque para perder el rumbo de mis pensamientos. Y el calor atizó mi suplicio; era un día enfermo de fiebre y moribundo, el sudor acrecentaba calmoso en mi húmeda frente, como el roció matinal en las tiernas flores, pero sin la gracia gozosa del mismo. Los ventiladores de techo eran toscos y lentos, colmados de polvo y de mugre plasmada, los miré por un rato, discreta, y enjugué de mi frente el sudor con un pañuelo manchado de carmín y rubor. Ya habían pasado algunos minutos.
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