Porque Queremos Tener Razon
Enviado por peperinopomulo • 16 de Septiembre de 2013 • 2.299 Palabras (10 Páginas) • 264 Visitas
Por qué queremos tener razón
Enero 13, 2012 | Por alexisvidal
Muchas veces nos preguntamos cuánto aval científico pueden tener las distintas propuestas de ayuda que proliferan como oferta para la mejoría de las personas. El Coaching como una disciplina relativamente nueva, no está exento de ello y es por ello que a fin de integrar por un lado los avances en conocimiento acerca del cerebro junto a la psicología experimental, y por otro lo que se sostiene en, al menos, un aspecto del Coaching Ontológico, creemos que relacionar estos temas en el siguiente artículo puede ser de interés.
El Coaching, como propuesta práctica de ayuda para quienes quieren lograr determinados resultados a través de una transformación personal, requiere inevitablemente desarrollar mótodos efectivos de comunicación y por este motivo nos parece pertinente el indagar acerca de “por qué queremos tener razón”.
Me centraré en esta entrega en un paralelismo que me ha resultado interesante, a partir de la pregunta: ¿cómo es que pueden sostenerse ciertas afirmaciones de la Ontología del Lenguaje (OL)?
Si bien desde la propuesta epistemológica y antropológica de Rafael Echeverría se sostienen muchas prácticas del quehacer del coach ontológico, resulta relevante profundizar en ciertos fundamentos científicos, considerando al discurso de la ciencia no como un discurso de la verdad –como nos sugiere Echeverría– sino como un discurso poderoso, no solo por su permanente autocrítica, que despeja progresivamente sus sesgos, sino también porque está muy bien fundamentado.
En este caso, el fundamento al que nos referimos, al provenir de la “biología” (aunque ésta se enraiza en la físico-química, cosa que no profundizaremos aquí) creemos que satisfará a muchos de los que disfrutan de de encontrar argumentos biológicos en la OL. Recordemos a estudiosos de la talla de Humberto Maturana y Francisco Varela, tan ligados a esta teoría.
Partiendo de esto como base para esta argumentación, hemos de destacar entonces un aspecto interesante a la luz de las neurociencias en relación a algunas funciones cerebrales. Desde la OL nos referimos a lo que Echeverría llama JUICIOS (y que corrientemente se equiparan a opiniones) que puede proferir cualquier persona. Para Echeverría los seres humanos somos seres que “vivimos en el lenguaje” y, por ello, no es extraño que “enjuiciemos” todo el tiempo, todo lo que ocurre. En otras palabras: las personas nos la pasamos emitiendo juicios (“opinando de todo”) con mayor o menor fundamento –en voz alta o para nosotros mismos- y lo hacemos, como veremos, por razones bien concretas.
Según la OL, los juicios constituyen un subtipo del “acto de habla” que Echeverría define como “declaración” y tienen un fin muy claro: abrirnos determinadas posibilidades para actuar. Los juicios constituyen la plataforma desde donde nos adentramos en el futuro dado que nuestras acciones (digamos… intencionales) se dirigen allí. Tenemos opiniones formadas (o deformadas) por diferentes razones, generalmente relacionadas con cómo hemos guardado cierta experiencia. Los juicios que se van reforzando, constituyen creencias cada vez mas arraigadas, en la medida de que verificamos que “tenemos razón”. Esto no es más que un modo sencillo de explicar, desde una perspectiva cognitivista basada en el lenguaje, el aprendizaje humano.
Ahora bien. ¿Qué relación específica pretendemos establecer entre lo antedicho y nuestro cerebro? Es cierto que sin cerebro nada de esto podría suceder… pero si buscamos una relación más sutil, veremos sencillamente que nuestra manera de aprender como mamíferos humanos -una de las maneras en que nuestro cerebro opera para facilitarnos el aprendizaje- se relaciona fuertemente con nuestra capacidad de juzgar. Ya Nietzsche definió al ser humano como “animal que juzga”. La clave está en el paralelismo sorprendente que vemos entre nuestra actitud de juzgar (lo cual incluye el pre-juzgar) y sostener nuestros juicios en y el funcionamiento de distintos grupos de neuronas dopaminérgicas (que usan el neurotransmisor dopamina para “comunicarse”).
Concretamente estas neuronas nos permiten vivenciar placentera o displacenteramente, la validez de nuestros juicios. ¿Cómo sucede esto? Lo crucial es la experiencia.
Recordemos que para Echeverría los juicios no son verdaderos o falsos, sino válidos o inválidos, dependiendo de factores como la autoridad que damos a quien lo emite y la riqueza en su fundamentación. La fundamentación de un juicio tiene, entre otras cuestiones, que estar respaldada en hechos verificables y comprobables por todo aquel que desee hacerlo, dado que el juicio “habla” de quien lo emite, lejos de ser una sentencia conocida y aceptada por la comunidad. En otras palabras, los juicios no suelen tener mucho consenso “desde el vamos” (aunque pueden convertirse a través de la persuasión y buenos fundamentos, en juicios compartidos) porque se alimentan de nuestras propias vivencias.
Volviendo entonces a la relación juicio/cerebro, vemos que “las experiencias” constituyen un factor común que relaciona “cómo aprende el cerebro” con nuestra tendencia a juzgar alegremente (o a veces tristemente) todo lo que ocurre. Un juicio, para no ser pre-juicio, debe provenir de la experiencia del que lo emite, la cual es “usada” para respaldarlo. (Un pre-jucio es un juicio sin fundamento en la experiencia. Por eso tiene tanta mala prensa).
¿Por qué la experiencia? Porque desde y a través de ella se pueden acreditar hechos. Digamos que una experiencia puede resumirse a hechos, acontecimientos que dejan algún registro verificable por otros además de mi persona.
Habiendo destacado la importancia empírica para formar y emitir juicios, pasemos a ver ahora lo que sucede dentro de nuestros cerebros. Como dijimos, distintos circuitos de neuronas segregan un neurotransmisor llamado dopamina que, entre otras cosas, es crucial para el aprendizaje. Hay un modo típico de aprender llamado “ensayo-y-error”. Recordemos que Maturana sostiene que solo dos motivaciones tiene el ser humano para actuar (y para aprender), una proviene de la curiosidad, otra del dolor. Esto se aplica perfectamente a esto de tener un cerebro que usa la dopamina para “enseñarnos” lo que ocurre en el mundo, ayudándonos a formar “modelos” lo más parecidos a ese mundo a fin de que, al emplearlos, minimicemos nuestros dolores. Pero esto sucede a riesgo de perder eventualmente, curiosidad: quien cree que ha conformado el mejor modelo del mundo dentro de su cráneo, posiblemente encuentre pocas ganas de seguir abriendo sus ojos al mundo…
Es por ello que cuando estamos en una primera etapa de aprendizaje, donde “todo es desconocido”, estos circuitos
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