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Todavía puedo verlo arder


Enviado por   •  15 de Febrero de 2013  •  1.382 Palabras (6 Páginas)  •  430 Visitas

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Todavía puedo verlo arder.

Aquel lejano día en que contemplé como prendían fuego a un hombre yo tenía dieciocho años, de manera que ya había visto morir a otras personas, ya fuera ofrecidas a los dioses en sacrificio, ejecutadas por algún crimen atroz o, simplemente, muertos de forma accidental. Pero los sacrificios siempre se habían llevado a cabo por medio del cuchillo de obsidiana que arranca el corazón. Las ejecuciones siempre se habían realizado con la espada maquáhuitl, con flechas o con la "guirnalda de flores" que estrangula. Los muertos de forma accidental eran en su mayoría pescadores de nuestra ciudad, una ciudad situada al lado del océano, que de algún modo habían caído en desgracia de la diosa del agua y se habían ahogado. En los años transcurridos desde aquel día he visto también morir a gente en la guerra y de otras muchas y variadas maneras, pero nunca antes había visto dar muerte a un hombre prendiéndole fuego deliberadamente, ni he vuelto a verlo desde entonces.

Mi madre y mi tío estaban entre la inmensa multitud a la que los soldados españoles de la ciudad habían ordenado asistir a la ceremonia, de manera que supuse que aquel acontecimiento iba encaminado a ser una especie de lección para todos los que no éramos españoles. En realidad los soldados agruparon, empujaron y llevaron en manada a tantos de los nuestros hasta la plaza central de la ciudad, que en ella estábamos apretujados unos contra otros. Dentro de un espacio delimitado por un cordón de soldados se alzaba un poste de metal que estaba clavado a las losas de la plaza. Aun lado del mismo se había construido para la ocasión una plataforma y sobre ella se encontraban sentados o de pie varios sacerdotes cristianos españoles, todos ellos, igual que nuestros sacerdotes, ataviados con túnicas negras que ondeaban al viento.

Dos fornidos soldados españoles condujeron al condenado hasta la plaza y lo empujaron con rudeza dentro de aquel espacio despejado. Cuando vimos que no se trataba de un español pálido y barbudo, sino de un miembro de nuestro propio pueblo, oí que mi madre exclamaba con un suspiro: -Ayya ouíya...

Y lo mismo hicieron muchos otros entre la multitud.

El hombre vestía una prenda suelta, informe y descolorida, y en la cabeza llevaba una escuálida corona de hierba. Que yo alcanzaba a ver, su único adorno era cierta clase de colgante que llevaba atado con un cordel de cuero alrededor del cuello y que brillaba cuando le daba el sol.

El hombre era bastante viejo, incluso mayor que mi tío, y no ofreció resistencia ante los guardias. En efecto, aquel hombre parecía estar o bien resignado a su destino o bien indiferente a él, así que no sé por qué decidieron sujetarlo fuertemente con ligaduras. Un tremendo pedazo de cadena de metal se descolgó sobre él, una cadena de tales dimensiones que un solo eslabón de la misma bastó para que le introdujeran la cabeza a la fuerza y le aprisionaran el cuello. Luego fijaron la cadena al poste vertical y los guardias empezaron a apilarle alrededor de los pies un montón de leña. Mientras hacían aquello, el más viejo de los sacerdotes de la plataforma -el jefe de todos ellos, supuse- empezó a hablarle al prisionero, dirigiéndose a él por un nombre español, Juan Damasceno. Luego comenzó a hacer una larga arenga, en español, naturalmente, lengua que en aquella época yo aún no había aprendido. Pero un sacerdote más joven que iba ataviado con unas vestimentas ligeramente distintas a las de los demás fue traduciendo las palabras de su jefe en fluido náhuatl, lo que para mí supuso una considerable sorpresa.

Eso me permitió comprender que el sacerdote más viejo estaba enumerando las acusaciones contra el condenado, y también que intentaba, con voz alternativamente zalamera o enojada, convencer a aquel hombre de que se enmendase, mostrase contrición o algo por el estilo. Pero incluso traducidos a mi idioma nativo, los términos y expresiones empleados por el sacerdote me resultaban desconcertantes. Después de un rato largo y prolijo, al prisionero se le concedió permiso para hablar. Lo hizo en español, y cuando lo que decía se tradujo al náhuatl, lo entendí

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