Allan Poe
Enviado por Guilleeeeeeeeee • 28 de Octubre de 2014 • 12.788 Palabras (52 Páginas) • 184 Visitas
Hace muchos años trabé amistad íntima con un mister William Legrand. Era de
una antigua familia de hugonotes, y en otro tiempo había sido rico; pero una serie de
infortunios le habían dejado en la miseria. Para evitar la humillación consiguiente a sus
desastres, abandonó Nueva Orleans, la ciudad de sus antepasados, y fijó su residencia en
la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Carolina del Sur.
Esta isla es una de las más singulares. Se compone únicamente de arena de mar, y
tiene, poco más o menos, tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de
milla. Está separada del continente por una ensenada apenas perceptible, que fluye a
través de un yermo de cañas y légamo, lugar frecuentado por patos silvestres. La
vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo menos, enana. No se encuentran
allí árboles de cierta magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se alza el fuerte
Moultrie y algunas miserables casuchas de madera habitadas durante el verano por las
gentes que huyen del polvo y de las fiebres de Charleston, puede encontrarse es cierto, el
palmito erizado; pero la isla entera, a excepción de ese punto occidental, y de un espacio
árido y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza del mirto
oloroso tan apreciado por los horticultores ingleses. El arbusto alcanza allí con frecuencia
una altura de quince o veinte pies, y forma una casi impenetrable espesura, cargando el
aire con su fragancia.
En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del extremo oriental de la isla,
es decir, del más distante, Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña,
que ocupaba cuando por primera vez, y de un modo simplemente casual, hice su
conocimiento. Este pronto acabó en amistad, pues había muchas cualidades en el recluso
que atraían el interés y la estimación. Le encontré bien educado de una singular
inteligencia, aunque infestado de misantropía, y sujeto a perversas alternativas de
entusiasmo y de melancolía. Tenía consigo muchos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus
principales diversiones eran la caza y la pesca, o vagar a lo largo de la playa, entre los
mirtos, en busca de conchas o de ejemplares entomológicos; su colección de éstos
hubiera podido suscitar la envidia de un Swammerdamm.
En todas estas excursiones iba, por lo general, acompañado de un negro sirviente,
llamado Júpiter, que había sido manumitido antes de los reveses de la familia, pero al que
no habían podido convencer, ni con amenazas ni con promesas, a abandonar lo que él
consideraba su derecho a seguir los pasos de su joven massa Will. No es improbable que
los parientes de Legrand, juzgando que éste tenía la cabeza algo trastornada, se dedicaran
a infundir aquella obstinación en Júpiter, con intención de que vigilase y custodiase al
vagabundo.
Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara vez rigurosos, y al
finalizar el año resulta un verdadero acontecimiento que se requiera encender fuego. Sin
embargo, hacia mediados de octubre de 18..., hubo un día de frío notable. Aquella fecha,
antes de la puesta del sol, subí por el camino entre la maleza hacia la cabaña de mi amigo,
a quien no había visitado hacia varias semanas, pues residía yo por aquel tiempo en
Charleston, a una distancia de nueve millas de la isla, y las facilidades para ir y volver
eran mucho menos grandes que hoy día. Al llegar a la cabaña llamé, como era mi
costumbre, y no recibiendo respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba escondida,
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abrí la puerta y entré. Un hermoso fuego llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, por
cierto, de las agradables. Me quité el gabán, coloqué un sillón junto a los leños
chisporroteantes y aguardé con paciencia el regreso de mis huéspedes.
Poco después de la caída de la tarde llegaron y me dispensaron una acogida muy
cordial. Júpiter, riendo de oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestres para la
cena. Legrand se hallaba en uno de sus ataques —¿Con qué otro término podría llamarse
aquello?— de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocido que formaba un
nuevo género, y, más aún, había cazado y cogido un escarabajo que creía totalmente
nuevo, pero respecto al cual deseaba conocer mi opinión a la mañana siguiente.
—¿Y por qué no esta noche?—pregunté, frotando mis manos ante el fuego y
enviando al diablo toda la especie de los escarabajos.
—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —dijo Legrand—. Pero hace
mucho tiempo que no le había visto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarme
precisamente esta noche? Cuando volvía a casa, me encontré al teniente G…, del fuerte,
y sin más ni más, le he dejado el escarabajo: así que le será a usted imposible verle hasta
mañana. Quédese aquí esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al amanecer. ¡Es la cosa
más encantadora de la creación!
—¿El qué? ¿El amanecer?
—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un brillante color dorado,
aproximadamente del tamaño de una nuez, con dos manchas de un negro azabache: una,
cerca de la punta posterior, y la segunda, algo más alargada, en la otra punta. Las antenas
son...
—No hay estaño1
en él, massa Will, se lo aseguro —interrumpió aquí Júpiter—;
el escarabajo es un escarabajo de oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvo las
alas; no he visto nunca un escarabajo la mitad de pesado.
—Bueno; supongamos que sea así—replicó Legrand, algo más vivamente, según
me pareció, de lo que exigía el caso—. ¿Es esto una razón para dejar que se quemen las
aves? El color —y se volvió hacia mí— bastaría para justificar la idea de Júpiter. No
habrá usted visto nunca un reflejo metálico más brillante que el que emite su caparazón,
pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana... Entre tanto, intentaré darle una idea de su
forma.
Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cual había una pluma y tinta, pero
no papel. Buscó un momento en un cajón, sin encontrarlo.
—No importa—dijo, por último—; esto bastará.
Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció un trozo de
...