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Cronicas Del Cafe


Enviado por   •  10 de Marzo de 2015  •  4.314 Palabras (18 Páginas)  •  267 Visitas

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Crónica del café: historia, responsables, interrogantes

Los sublevados de hace 120 años son los hambrientos de hoy. En su tragedia se revela el ocaso del café. ¿Un ocaso irreversible? Es tiempo de mutación económica. Pero no estamos preparados ni para entenderlo ni para avanzar.

José Luis Rocha

Hace exactamente 120 años, en la madrugada del 8 de agosto de 1881, cerca de tres mil indios armados con flechas y escopetas tendieron un cerco en torno a la ciudad de Matagalpa. Clamaban por la abolición del trabajo forzoso: Ya no aguantamos con tajona tan brava que tenemos en nuestro pueblo (...) No le damos un solo hombre para que vayan a trabajar de balde (...) Como estos señores nos ven que nosotros somos indios, nos quieren tener con el yugo, pues hoy ya no lo aguantamos. Llegaron en número de miles y por la noche se sumaron muchos más. Bajaron de las "cañadas" -así llamaban los indígenas a sus aldeas-, con las ramas de ocote encendidas iluminando sus albas cotonas. Durante los siguientes tres días ese numeroso pero improvisado ejército indígena se enfrentó a los pobladores ladinos, sometió bajo su control la mayor parte de la ciudad y protagonizó la más encarnizada sublevación indígena nicaragüense del siglo XIX.

"Pacificación": expropiaciones y sangre

Es una guerra hoy olvidada. El levantamiento ocurrió en la tercera década del oneroso "Régimen de los Treinta Años" de gobierno conservador, que de hecho tuvo treinta y cinco (1857-1892), y que construyó las bases del latifundio cafetalero expropiando las tierras de los indígenas. Joaquín Zavala, aristócrata granadino de pura cepa, ocupaba la silla presidencial. Para sofocar la revuelta envió a uno de sus más sanguinarios lugartenientes: el General Miguel Vélez, cuyo hijo había muerto a manos de los rebeldes. El joven fue descuartizado y sus restos, coronados por su cabeza, colocados en una canasta expuesta a la vista pública. El iracundo padre cumplió con celo su misión. No menos de 500 indios murieron en la batalla y muchos más en una persecución que duró cinco meses y se extendió por todos los cerros, valles y aldeas que circundan Matagalpa. Lorenzo Pérez y Toribio Mendoza, líderes de la revuelta, fueron fusilados sin mediar juicio ni apelación. Ese año hubo muchos levantamientos. Al igual que Matagalpa, varias ciudades del Norte central y el Pacífico fueron cercadas y atacadas. Se calcula que murieron cinco mil indios en pleno combate, y muchos más en las subsiguientes "pacificaciones".

Los indios tenían un Consejo de Ancianos y una estructura militar en cada aldea, base de su autonomía política y militar, que hasta entonces muy a regañadientes les había sido tolerada por el gobierno central como una concesión que no deseaban prolongar por mucho tiempo. La revuelta brindó una justificación para realizar el sueño "civilizador" del ladino. Los generales a quienes se encomendó la "pacificación" aplicaron una política represiva que tenía como objetivos finales eliminar a la comunidad indígena como institución política, económica y militar, y traer a los indígenas a vivir en poblaciones, en un régimen igual al de los otros valles y caseríos. Antes de la rebelión vivían en Matagalpa de 30 a 35 mil indígenas, el 10% de la población nacional y más del 80% de los habitantes del departamento. Después de la represión, fruto de las ejecuciones sumarias y las migraciones, la población indígena entró en un proceso de extinción. Veinte años después de la revuelta, en Matagalpa sólo se lograron censar entre 20 y 25 mil indígenas.

El "progreso" llegó a hombros de los indios

Los indios estaban levantiscos. El de agosto había sido el segundo alzamiento de aquel año. El 31 de marzo había ocurrido otro. Aunque de menor magnitud, duró hasta el 4 de mayo y fue hábilmente disuelto mediante alternadas dosis de engaño y represión, prometiendo las reformas que no vendrían y multiplicando las ejecuciones imprevistas. Así se neutralizó la revuelta y se inició la expulsión de los religiosos jesuitas, comprometidos en los hechos. La decisión clausuró toda posibilidad de lucha cívica, a la que muchos indios se habían entregado tras el primer fracaso de la rebelión armada.

Tres semanas antes de la primera sublevación, el 5 de marzo, fue aprobada una ley que se proponía abolir las comunidades indígenas y privatizar sus tierras, bajo la presunción de que formar propietarios es hacer algo bueno para la patria y que sólo la adopción del nuevo sistema sacudiría la ignorancia en la que los indígenas estaban sumidos. El gobierno consideraba que la expropiación de las tierras indígenas -calculadas en el Norte del país en unas 200 mil manzanas- era una condición indispensable para la expansión de la industria cafetalera. La opresión tenía carta de ciudadanía. La legitimaba el sistema. Por eso, el Congreso trabajó con una celeridad inaudita. Y en el mismo mes de marzo fue aprobada otra ley que consagró la existencia de Jueces Agrícolas facultados para enganchar operarios y sirvientes voluntarios en las haciendas cafetaleras y para perseguir y entregar a las autoridades militares a quienes no quisieran someterse a tal servicio "voluntario".

Leyes, desplazamientos, expropiaciones, arrogancia de los ladinos y trabajo forzoso en las haciendas cafetaleras y en la instalación de la línea del telégrafo abonaron la rebeldía. Enrique Miranda-Casij, quien trató de rescatar esta guerra del olvido, recogió testimonios de algunos viejos matagalpinos, quienes recordaban que los grupos indígenas eran obligados a trabajar sin remuneración alguna, cargando sobre sus desnudas espaldas los rollos del alambre telegráfico de la línea que por primera vez se tendía entre Matagalpa y Managua. De ahí la síntesis que en su magnífico libro ¡Muera la gobierna! hiciera Dora María Téllez sobre los orígenes de esta rebelión: Para decirlo en pocas palabras, el "progreso" llegó a Matagalpa y Jinotega en hombros de los indios y se estableció contra los indios.

Miranda describe a los indios como bravos y orgullosos, autóctonos de la región, habitantes de "cañadas" enclavadas en los minúsculos valles de las montañas y en las altiplanicies: Asistían a un proceso de cambios en el que existían dos alternativas: ser asimilados o desaparecer. Poco a poco el progreso iba subiendo por sus tierras, muchas veces sobre sus espaldas. La mano de obra era escasa y las labores agrícolas cada día con más vigor absorbían el trabajo "voluntario" de los indios. La milpa abandonada, los hijos hambrientos y la mujer enferma o enterrada. Sus costumbres se perdían y su organización social estaba

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