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DIEGO VELAZQUEZ


Enviado por   •  5 de Noviembre de 2013  •  3.152 Palabras (13 Páginas)  •  1.134 Visitas

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Introducción

En el siguiente trabajo estaremos hablando acerca de Diego Velázquez mejor conocido como “el pintor del rey”. Hablaremos acerca de quien fue y de su vida. También estaremos hablando sobre sus obras y podremos observar algunos de sus prestigiosos cuadros.

Conclusión

Diego Velázquez, "pintor del rey", tuvo la vocación por la pintura desde niño. En Madrid conquistó el afecto de Felipe IV, y trabajó casi exclusivamente para él, instalado como un gran señor, y creando una maravillosa serie de retratos que le hicieron famoso. A partir de una deslumbrante variedad de pinceladas y una sutil armonía de colores, logró efectos de forma, textura, luminosidad y atmósfera que lo convirtieron en un precedente de la pintura impresionista. Su gran calidad en obras de género mitológico, religioso, alegórico y paisajístico hace que su figura sobresalga atravéz de la historia. Tras su muerte, Velázquez fue objeto de admiración por parte de muchos artistas.

Índice

• Introducción

• Diego Velázquez

• Obras

• Algunos cuadros

• Conclusión

Diego Velázquez

[pic]

Maestro sin par del arte pictórico, el sevillano Diego Velázquez adornó su carácter con una discreción, reserva y serenidad tal que, si bien mucho se puede decir y se ha dicho sobre su obra, poco se sabe y probablemente nunca se sabrá más sobre su psicología. Joven disciplinado y concienzudo, no debieron de gustarle demasiado las bofetadas con que salpimentaba sus enseñanzas el maestro pintor Herrera el Viejo, con quien al parecer pasó una breve temporada, antes de adscribirse, a los doce años, al taller de ese modesto pintor y excelente persona que fuera Francisco Pacheco. De él provienen las primeras noticias, al tiempo que los primeros encomios, del que sería el mayor pintor barroco español y, sin duda, uno de los más grandes artistas del mundo en cualquier edad.

Diego Velázquez fue hijo primogénito de un hidalgo no demasiado rico perteneciente a una familia oriunda de Portugal, tal vez de Oporto, aunque ya nacido en Sevilla, llamado Juan Rodríguez, y de Jerónima Velázquez, también mujer de abolengo pero escasa de patrimonio. En el día de su bautismo, Juan echó las campanas al vuelo (previo pago de una módica suma al sacristán), convidó luego a los allegados a clarete y a tortas de San Juan de Alfarache y entretuvo a la chiquillería vitoreante con monedas de poco monto que arrojó por la ventana. No le había de defraudar este dispendio y estos festejos el vástago recién llegado, que se mostró dócil a los deseos paternos durante su infancia e ingresó en el taller de Francisco Pacheco sin rechistar.

El muchacho dio pruebas precocísimas de su maña como dibujante y aprendía tan vertiginosamente el sutil arte de los colores que el bueno de Pacheco no osó torcer su genio y lo condujo con suavidad por donde la inspiración del joven lo llevaba. Entre maestro y discípulo se estrechó desde entonces una firme amistad basada en la admiración y en el razonable orgullo de Pacheco y en la gratitud del despierto muchacho. Estos lazos terminaron de anudarse cuando el viejo pintor se determinó a otorgar la mano de su hija Juana a su aventajado alumno de diecinueve años.

Sobre las razones que le decidieron a favorecer este matrimonio escribe Pacheco: "Después de cinco años de educación y enseñanza le casé con mi hija, movido por su virtud, limpieza, y buenas partes, y de las esperanzas de su natural y grande ingenio. Y porque es mayor la honra de maestro que la de suegro, ha sido justo estorbar el atrevimiento de alguno que se quiere atribuir esta gloria, quitándome la corona de mis postreros años. No tengo por mengua aventajarse el maestro al discípulo, ni perdió Leonardo de Vinci por tener a Rafael por discípulo, ni Jorge de Castelfranco a Tiziano, ni Platón a Aristóteles, pues no le quitó el nombre de divino."

Pronto se le hizo pequeña Sevilla a Velázquez e intentó ganar una colocación en la corte, donde se había instalado recientemente Felipe IV, rey de pocas luces diplomáticas aunque muy aficionado a las artes y que con el tiempo llegaría a sentir por el pintor una gran devoción y hasta una rara necesidad de su compañía. En su primer viaje a Madrid no tuvo suerte, pues tenía menester de muchas recomendaciones para acceder a palacio y se volvió a su tierra natal sin haber cosechado el menor éxito. Hubiera sido una verdadera lástima que su protector y suegro no le hubiese encarecido y animado a intentarlo de nuevo al año siguiente, porque de otro modo el prometedor Diego hubiera quedado confinado en un ambiente excesivamente provinciano, ajeno a los nuevos aires que circulaban por los ambientes cosmopolitas de las cortes de Europa.

En Sevilla, durante lo que se ha dado en llamar, con artificio erudito de historiador, su primera época (aunque la obra de Velázquez es el resultado de una búsqueda incesante), su estilo sigue al de los manieristas y los estudiosos del arte veneciano, como Juan de Roelas, pero adoptando los claroscuros impresionantes de Caravaggio, bien que esta última influencia haya sido discutida. No obstante, Velázquez se decantará pronto por un realismo barroco, seguido igualmente por Zurbarán o Alonso Cano, audaz y estremecido, grave y lleno de contrastes.

Dicho realismo, en su vertiente más popular, había sido frecuentado por la literatura de la época y ese mismo aire de novela picaresca aparece en los Almuerzos que guardan los museos de Leningrado y Budapest, así como en Tres músicos, donde, sin embargo, desaparece el humor para concentrarse el tema en la descripción de la maltrecha dignidad de sus protagonistas. Más curioso es aún cómo, también por aquella época, utiliza los encargos de asuntos religiosos para arrimar el ascua a su sardina y, dejando en un fondo remoto el episodio que da título al cuadro, pasan a un primer plano de la representación rudos personajes del pueblo y minuciosos bodegones donde se acumulan los objetos de la pobre vida cotidiana. Es el caso de Cristo en casa de Marta y María, cuadro en el que adquiere plena relevancia la cocina y sus habitantes, el pescado, las vasijas, los elementos más humildes.

El Museo del Prado guarda igualmente pinturas del período sevillano, como el espléndido lienzo La adoración de los Reyes Magos, fechado en 1619, poco después de su matrimonio y de que Juana le diese descendencia, y donde se ha querido ver, sobre todo en los rasgos infantiles del Niño Jesús, un homenaje a su familia y un hálito de la felicidad del flamante padre. Es seguro, por lo demás, que los Reyes Magos son auténticos retratos, no idealizaciones

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