El Dieciocho Brumario
Enviado por socionegrete • 27 de Noviembre de 2014 • 3.950 Palabras (16 Páginas) • 151 Visitas
EL DIECIOCHO BRUMARIO
DE LUIS BONAPARTE
Escrito: Diciembre de 1851 - marzo de 1852.
Primera Edición: En la revista Die Revolution, Nueva York, EEUU, 1852, con el título "Der Achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte".
Fuente:C. Marx y F. Engels, Obras escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú 1981, Tomo I, páginas 404 a 498.
Edición Digital:Por la Red Vasca Roja; digitalizado y preparado por José Julagaray, Donostia, Gipuzkoa, Euskal Herria, 25 de septiembre de 1997.
Capítulo I
Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y a la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del Dieciocho Brumario!
Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República romana y del Imperio romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795. Es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lenguaje natal.
Si examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia universal, observaremos en seguida una diferencia que salta a la vista. Camilo Desmoulins, Dantón, Robespierre, Saint-Just, Napoleón, los héroes, lo mismo que los partidos y la masa de la antigua revolución francesa, cumplieron, bajo el ropaje romano y con frases romanas, la misión de su tiempo: librar de las cadenas e instaurar la sociedad burguesa moderna. Los unos hicieron añicos las instituciones feudales y segaron las cabezas feudales que habían brotado en él. El otro creó en el interior de Francia las condiciones bajo las cuales ya podía desarrollarse la libre concurrencia, explotarse la propiedad territorial parcelada, aplicarse las fuerzas productivas industriales de la nación, que habían sido liberadas; y del otro lado de las fronteras francesas barrió por todas partes las formaciones feudales, en el grado en que esto era necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia en el continente europeo de un ambiente adecuado, acomodado a los tiempos. Una vez instaurada la nueva formación social, desaparecieron los colosos antediluvianos, y con ellos el romanismo resucitado: los Brutos, los Gracos, los Publícolas, los tribunos, los senadores y hasta el mismo Cesar. Con su sobrio practicismo, la sociedad burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces en los Say, los Cousin, los Royer-Collard, los Benjamín Constant y los Guizot; sus verdaderos caudillos estaban en las oficinas comerciales, y la cabeza atocinada de Luis XVIII era su cabeza política. Completamente absorbida pro la producción de la riqueza y por la lucha pacífica de la concurrencia, ya no se daba cuenta de que los espectros del tiempo de los romanos habían velado su cuna. Pero, por muy poco heroica que la sociedad burguesa sea, para traerla al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el terror, la guerra civil y las batallas de los pueblos. Y sus gladiadores encontraron en las tradiciones clásicamente severas de la República romana los ideales y las formas artísticas, las ilusiones que necesitaban para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica. Así, en otra fase de desarrollo, un siglo antes, Cromwell y el pueblo inglés habían ido a buscar en el Antiguo Testamento el lenguaje, las pasiones y las ilusiones para su revolución burguesa. Alcanzada la verdadera meta, realizada la transformación burguesa de la sociedad inglesa, Locke desplazó a Habacuc.
En esas revoluciones, la resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro.
En 1848-1851, no hizo más que dar vueltas el espectro de la antigua revolución, desde Marrast, le républicain en gants jaunes, que se disfrazó de viejo Bailly, hasta el aventurero que esconde sus vulgares y repugnantes rasgos bajo la férrea mascarilla de muerte de Napoleón. Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres, los viejos edictos (entregados ya, desde hace largo tiempo, a la erudición de los anticuarios) y los viejos esbirros, que parecían haberse podrido desde hace mucho tiempo. La nación se parece a aquel inglés loco de Bedlam que creía vivir en tiempo de los viejos faraones y se lamentaba diariamente de las duras faenas que tenía que ejecutar como cavador de oro en las minas de Etiopía, emparedado en aquella cárcel subterránea, con una lámpara de luz mortecina sujeta en la cabeza, detrás el guardián de los esclavos con su largo látigo y en las salidas una turbamulta de mercenarios bárbaros, incapaces de comprender a los forzados ni de entenderse entre sí porque no hablaban el mismo idioma. «¡Y todo esto -suspira el loco- me lo han impuesto a mí, a un ciudadano inglés libre, para sacar oro para los antiguos faraones!» «¡Para pagar las deudas de la familia Bonaparte!», suspira la nación francesa. El inglés, mientras estaba en uso de su razón, no podía sobreponerse a la idea fija de obtener oro.
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