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El barroco peruano y la “gracia bautismal” de América Latina


Enviado por   •  6 de Julio de 2014  •  Trabajo  •  2.284 Palabras (10 Páginas)  •  287 Visitas

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El barroco peruano

y la “gracia bautismal” de América Latina

La civilización cristiana en América Latina ha dejado un admirable legado cultural y artístico, que atrae cada vez más al estudioso europeo. Ese patrimonio es particularmente rico e importante en el Perú, en virtud de circunstancias históricas y geográficas que remontan a los orígenes de la cristiandad del Nuevo Mundo.

Alejandro Ezcurra Naón

La evangelización de América española y portuguesa fue una hazaña misionera inigualada en la Historia. Iniciada al comenzar el siglo XVI, apenas un siglo y medio después estaba prácticamente completada en un territorio que cubre más de 20 millones de km2, desde el centro de Chile hasta el extremo norte de California, actual estado de Oregón. Este resultado ha sido tan excepcional que el Papa Juan Pablo II pudo afirmar que, mientras las naciones europeas demoraron varios siglos en convertirse, “las naciones de América Latina nacieron cristianas”.

El heroico esfuerzo civilizador que acompañó esa evangelización hizo que las costumbres cristianas lograsen imponerse sobre sórdidas costumbres paganas como el canibalismo, las masacres rituales, la poligamia, el incesto, el aborto, el infanticidio, etc. Y a medida que la nueva civilización cristiana se extendía y prosperaba dulcificando las costumbres, el admirable talento indígena florecía, dando lugar a un mestizaje cultural que produjo expresiones artísticas de extraordinario valor.

Imagen patronal de San Blas, llevada en andas durante la procesión del Corpus Christi, en la Plaza de Armas del Cusco

El Perú y la expansión de la cristiandad hispanoamericana

Para la expansión de esa primera Cristiandad del hemisferio sur, el Perú desempeñó un papel providencial, extraordinariamente análogo al que Roma imperial jugó en la propagación de la Iglesia primitiva. Su localización geográfica, en el centro de la costa sudamericana del Pacífico, y la unidad político-administrativa alcanzada por los Incas en el siglo XV, ofrecían condiciones privilegiadas para la aventura evangelizadora.

A la llegada de los españoles, el imperio Inca o Tahuantinsuyo cubría territorios que se extendían más de 5,000 kms. de norte a sur, desde la región surandina de Colombia hasta el centro de Chile y el noroeste de Argentina. En todos ellos el idioma quechua, originario del Cusco y hablado por los Incas, había sido impuesto como lingua franca, tal como el latín en las regiones dominadas por Roma. Así, cuando el Virreinato del Perú toma el lugar del incanato, se convierte

naturalmente en el foco irradiador de la civilización cristiana emergente, tanto en el aspecto religioso como socio-cultural.

Un centro por excelencia de esa irradiación fue el Cusco, la antigua capital imperial incaica, situada próxima a la vertiente oriental del inmenso macizo de los Andes. Allí surgió una original escuela artística que se consolida a fines del siglo XVII, cuando alcanza su apogeo en el arte sacro como profano, en todas sus expresiones.

Amalgamando en una feliz síntesis elementos europeos y autóctonos, esta escuela llamada precisamente cusqueña extendió su influencia por el sur, hacia el Alto Perú (actual Bolivia) y el norte de Argentina y Chile —que formaban parte del Virreinato del Perú—; por el norte hasta Ecuador y Colombia, y por el este hasta el Paraguay.

Tras un comienzo tímido e incierto, en el cual tanto la arquitectura religiosa como la música y la pintura reciben influencias variadas —flamenca, italiana, alemana, e incluso del estilo gótico ya abandonado en Europa— finalmente se consolida y prevalece en la región el estilo llamado barroco peruano. A diferencia del barroco europeo, que representa una decadencia en relación al estilo ojival de la Edad Media —una disminución de tono y de categoría, debida a la influencia del naturalismo, acompañada de una mundanización y la paralela pérdida de espíritu sobrenatural—, el barroco peruano ostenta una nota de candidez y sentido sobrenatural que confiere a todas sus expresiones sumo encanto. Es el estilo que mejor expresa la identidad católica de Hispanoamérica, dejando traslucir la intensidad de la gracia que convirtió esos pueblos y los incorporó a la Cristiandad. Hay en él una marca como de inocencia bautismal, la encantadora ingenuidad propia del converso; y ése es su trazo más característico y su mayor atractivo.

Imponente altar mayor de la Catedral del Cusco, de diez metros de altura revestido con planchas de plata finamente repujada

Mestizaje cultural, fruto de una genial inculturación

Las ciudades del Tahuantinsuyo eran pocas y distantes unas de otras. Había también centros urbanos menores, fortalezas y santuarios, centros de almacenamiento de víveres para el ejército y locales de reposo del monarca o tambos. Pero la generalidad de la población residía en áreas rurales y estaba muy desperdigada.

El trabajo misionero consistió en reunir esas poblaciones dispersas en las llamadas doctrinas, que eran capillas muy simples, rodeadas de viviendas para los religiosos y algunas construcciones aledañas. Posteriormente las doctrinas se fueron transformado en pueblos de indios, con una incipiente vida urbana. En el actual Perú llegó a haber más de mil pueblos de indios, origen de la mayoría de los actuales municipios del país.

Para evangelizar esas poblaciones los misioneros aplicaron una metodología verdaderamente genial, que hoy se llamaría inculturación, pero sin ninguno de los vicios que ésta presenta actualmente (como acoger promiscuamente elementos buenos y malos de culturas paganas autóctonas). Con extraordinario tacto, aquellos religiosos buscaron rescatar y conservar lo que había de orden natural en las costumbres aborígenes, darle un sentido católico, y extirpar de ellas lo que había de errado.

Por ejemplo, el gusto de los indígenas por las celebraciones solemnes. Los incas adoraban al Sol, y en el solsticio de invierno —que en el hemisferio sur corresponde al día 21 de junio— realizaban en el Cusco una gran procesión en su honor, al mismo tiempo espléndidamente fastuosa y horrendamente macabra. Hacían sacar de sus sepulcros los cadáveres momificados de los monarcas difuntos, para llevarlos en cortejo por la ciudad, entronizados en andas especiales y adornados con ricos tejidos, joyas y plumas. Cada momia tenía su séquito de cargadores y escoltas propios, precedidos por músicos y danzarines, además de turiferarios que quemaban palosanto y otras maderas odoríferas. La chicha, bebida de maíz fermentado, corría abundantemente, y la festividad

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