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Henry Pirenne


Enviado por   •  18 de Noviembre de 2013  •  47.288 Palabras (190 Páginas)  •  361 Visitas

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Henry Pirenne:

Las ciudades de la Edad Media

El libro de bolsillo

Alianza Editorial

Madrid

Título original: Les villes du Mayen Age

Traductor: Francisco Calvo

Primera edición en «El Libro de Bolsillo»; 1972

Segunda edición en «El Libro de Bolsillo»: 1975

Tercera edición en «El Libro de Bolsillo»; 1978

Cuarta edición en «El Libro de Bolsillo»; 1980

Quinta edición en «El Libro de Bolsillo»; 1981

Sexta edición en «El Libro de Bolsillo»; 1983

©• Presses Universitaires de France, 1971

© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1972, 1975, 1978, 1980, 1981, 1983 Calle Milán, 38; -ff 2000045 ISBN: 84-206-1401-7 Depósito legal: M. 14.596-1983

Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos del Jarama (Madrid) Printed in Spain

1. El comercio del Mediterráneo hasta finales del siglo VIII

Si se echa una mirada de conjunto al Imperio Romano, lo primero que sorprende es su carácter mediterráneo. Su extensión no sobrepasa apenas la cuenca del gran lago interior al que encierra por todas partes. Sus lejanas fron¬teras del Rhin, del Danubio, del Eufrates y del Sahara forman un enorme círculo de defensas destinado a proteger sus accesos. Incuestionablemente el mar es, a la vez, la garantía de su unidad política y de su unidad económica. Su existencia depende del dominio que se ejerza sobre él. Sin esta gran vía de comunicación no serían posibles ni el gobierno ni la alimentación del orbis romanus. Es intere¬sante constatar de que manera al envejecer el Imperio se acentúa más su carácter marítimo. Su capital en tierra firme, Roma, es abandonada en el siglo IV por otra capital que es al mismo tiempo un puerto admirable: Constantinopla.

Ciertamente, al finalizar el siglo III se revela la civiliza¬ción en una indudable decadencia. La población disminuye, la energía se debilita, los gastos crecientes del gobierno, que se afana en la lucha por la supervivencia, entrañan una explotación fiscal que esclaviza cada vez más los hombres al Estado. Sin embargo, esta decadencia no parece haber afectado sensiblemente a la navegación en el Mediterráneo. La actividad que aún presenta contrasta con la atonía que, paulatinamente, se apodera de las provincias continentales. Continúa manteniendo en contacto a Oriente y a Occidente. No se ve de ningún modo desaparecer el intercambio de productos manufacturados o de productos naturales de climas marítimos tan diversos: tejidos de Constantinopla, de Edessa, de Antioquía, de Alejandría, vinos, aceites y especias de Siria, papiros de Egipto, trigo de Egipto, de África, de España, vinos de la Galia y de Italia. La reforma monetaria de Constantino, basada en el solidus de oro, también debió de favorecer singularmente el movimiento comercial al proporcionarle el beneficio de un excelente numerario, universalmente utilizado como instrumento de las transacciones y expresión de los precios.

De las dos grandes regiones del Imperio, el Oriente y el Occidente, la primera aventajaba infinitamente a la segunda, no solamente por la superioridad de su civilización, sino por el nivel mucho más elevado de su vitalidad económica. A partir del siglo IV sólo en Oriente existen grandes ciuda¬des; y además es precisamente allí, en Siria y en Asia Menor, donde se concentran las industrias de exportación, especialmente las textiles, de las que el mundo romano se constituye como mercado y cuyo transporte es realizado por barcos sirios. La preponderancia comercial de los sirios es ciertamente uno de los hechos más interesantes de la historia del Bajo Imperio , y debió de contribuir amplia¬mente a esa orientalización progresiva de la sociedad que finalmente habría de abocar en el bizantinismo. Y esta orientalización, cuyo vehículo es el Mediterráneo, es una prueba evidente de la importancia creciente del mar a medida que, al envejecer, el Imperio se debilita, retrocede por el norte bajo la presión de los bárbaros y se concentra cada vez más en las costas.

No se puede uno, pues, sorprender al ver a los germa¬nos, desde el comienzo del período de las invasiones, esfor¬zarse por alcanzar estas mismas costas para establecerse allí. Cuando, en el transcurso del siglo III, las fronteras ceden por primera vez bajo su empuje, se dirigen por la misma razón hacia el sur. Los cuados y los marcomanos invaden Italia, los godos avanzan hacia el Bósforo, los francos, los suevos y los vándalos que han franqueado el Rhin, hacia Aquitania y España. No desean establecerse en las provincias septentrionales que las circundan. Lo que codician son aquellas regiones privilegiadas donde la suavidad del clima y la fecundidad de la naturaleza se unen a la riqueza y los encantos de la civilización.

Esta primera tentativa de los bárbaros no tuvo de permanente nada más que las ruinas que produjo. Roma con¬servaba suficiente vigor para rechazar a los invasores al otro lado del Rhin y del Danubio. Todavía durante un siglo y medio consiguió contenerles agotando con ello sus ejércitos y sus finanzas. Pero el equilibrio de fuerzas resul¬taba cada vez más desigual entre los germanos —cuya presión se hacía más poderosa a medida que el aumento de su número les empujaba más imperiosamente a una expan¬sión exterior— y el Imperio —cuya población decreciente le permitía cada vez menos una resistencia, mantenida con una habilidad y constancia que no se puede, por otra parte, dejar de admirar—. A comienzos del siglo V se consuma el hecho. La totalidad de Occidente es invadida. Sus pro¬vincias se transforman en reinos germánicos. Los vándalos se instalan en África, los visigodos en Aquitania y en Espa¬ña, los burgundios en el Valle del Ródano, los ostrogodos en Italia.

Esta nomenclatura es significativa. Sólo abarca, como se ve, a los países mediterráneos y no hace falta más para mostrar que el objetivo de los vencedores, libres al fin para establecerse a su gusto, era el mar, ese mar que durante tanto tiempo los romanos habían llamado con tanto afecto como orgullo mare nostrum. Es hacia él hacia donde todos, sin excepción, se dirigen, impacientes por asentarse en sus costas y por gozar de su belleza. Si los francos, al principio, no llegaron a alcanzarle, es porque, llegados tardíamente, encontraron el lugar ocupado. Pero ellos también desean poseerlo. Ya Clodoveo quiso conquistar la Provenza y tuvo que intervenir Teodorico para impedirle extender las fronteras de su reino hasta la Costa Azul. Este primer fra¬caso no desanimaría a sus sucesores.

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