Plan 11 años
Enviado por gomiiz • 11 de Noviembre de 2011 • 5.107 Palabras (21 Páginas) • 929 Visitas
PLAN DE ONCE AÑOS
Jaime Torres Bodet
Perspectiva
¡Cuántas contradicciones en c! alma estremecida y profunda de nuestro México! Las que advertía yo en mi oficina no eran sino pálido testimonio de las que atormentaban a todos mis compatriotas. Querían poder, saber y creer-, pero sin graduar la altura de los peldaños que hay que subir para creer con fervor en lo que se sabe, saber realmente lo que se cree, y medir el momento preciso en que el poder representa un bien —el de ofrecer a nuestros iguales cuanto tenemos— o, al contrario, el más negro mal: el de arrancarles lo que poseen.
¿Cómo educar a pueblo tan ávido y tan austero, tan sumiso y tan ambicioso, tan exigente y tan tolérame, tan satisfecho de imaginar que ha llegado a ser lo que aún no es y tan anheloso de ser lo que no parece, desde muchos puntos de vista, dispuesto a ser?... Ansia la técnica, y la desprecia. Guarda caudales de cultura, que no siempre utiliza. Inteligente, hace de la ilusión un fantasma de la esperanza, y de la esperanza un sucedáneo cómodo del proyecto. ¿Para qué programar, si improvisar es tan fácil y, en ocasiones, tan efectivo?
Los gobiernos creían que los maestros acataban fielmente sus planes que, a menudo, ni siquiera leían. Entre las razones de Estado, que exponen los funcionarios, y la forma en que muchos de los educadores interpretan tales razones, media un abismo En 1921 Vasconcelos pugnó por federalizar la enseñanza. En 1934 imaginé candorosamente que la firme unidad sindical de los profesores contribuiría a mejorar la federalización ideada por Vasconcelos. Pero en 1958 me daba cuenta de que, desde el punto de vista administiativo, la federalización no era recomendable en los términos concebidos por el autor de El monismo estético. Por otra parte, la unificación sindical no parecía favorecer de manera muy positiva a la calidad del trabajo docente de los maestros Habíamos perdido contacto con la realidad de millares de escuelas sostenidas por el gobierno, desde Sonora hasta Chiapas y desde la frontera de Tamaulipas hasta las playas de Yucatán. Nuestros informantes directos eran inspectores que, como socios activos del sindicato, encubrían a tiempo las faltas y.las ausencias de los maestros, pues no ignoraban que la gratitud de sus subalternos les sería, a la larga, más provechosa que la estimación de sus superiores.
No siempre podían actuar los líderes en la orientación cultural y moral de los agremiados. En ocasiones, les interesaba, más que otra cosa, ejercer influencia concreta en la política del país. Algunos lograban insertarse en el sector de los próximos candidatos a diputados o a senadores. Vislumbraban, así, la ruta que podría conducirles, con un poco de suerte, a la dirección de un establecimiento oficial o —si obtenían apoyos más sólidos —hasta el palacio de gobierno de algún Estado.
Muchos maestros -sin la humilde y viril franqueza de los que traté en 1944- invocaban la respetabilidad de su profesión para exigir aumentos de sueldos y de servicios. Pero olvidaban las obligaciones que esa respetabilidad hubiera debido imponerles en la cátedra y en la vida.
Su táctica más frecuente ya no era la persuasión, sino la amenaza. Cuando los dirigía un hombre cortes como Lozano Bernal, se advertía que la amenaza no era el producto de un interés del líder, sino el efecto de la inquietud que afligía al líder frente a las incontenibles violencias de sus prosélitos. La mañana en que me presentó a los miembros del comité ejecutivo de la sección IX del Sindicato, comprendí que existía entre ellos cierta recóndita hostilidad. Los dirigentes nacionales del magisterio querían iniciar sus labores sin excesivos alardes contra el Gobierno. En cambio, los de la sección IX, que representaban a los maestros capitalinos de educación primaria, tenían propósitos de combate. Se habían percatado de que constituían una considerable fuerza de choque. Distribuidos en las provincias, sus compañeros solían tardar varios meses en concertarse. Ellos, en cambio, coordinaban sus designios en pocas horas.
Llamé a varios de los maestros que pertenecían a la que estimaba mi "vieja guardia" Los encontré indecisos, aterrados ante los jóvenes. ¿Qué había ocurrido durante mi ausencia? Ni los programas de 1944 dieron los frutos que supusimos, ni los nuevos egresados de las Normales querían oír hablar de "apostolados" o de "misiones”. Advertían que, en nombre del progreso económico, el país estaba acostumbrándose a desmentir los ideales de la Revolución. Enterados de las fortunas que delataban —o que escondían— muchos hombres públicos, sabían que los verdaderos beneficiarios de la lucha librada por el país a partir de 1910 no eran tanto los campesinos y los obreros, cuanto los industriales, los banqueros, los comerciantes y los políticos. Se habían aliado, más o menos visiblemente, con los descontentos de otras fracciones del gremio trabajador, sobre todo con los ferrocarrileros y los telefonistas. Enarbolaban, cuando les convenía, las banderas de la disidencia sin apreciar muchas veces la distancia que existe entre exigir y cumplir, pues sólo el que cumple bien tiene derecho a exigir que los otros cumplan.
Fue inútil que me empeñase en exaltar la acción social del educador. Dije —y repetí hasta el cansancio- que, en todas las obras del hombre* nada reemplaza al alma y que de la robustez del alma que diéramos a las nuevas realizaciones de México dependería su persistencia. El maestro no es exclusivamente un profesional de la educación. Es, a lo largo de toda su vida, un ciudadano capacitado para educar. Si como ciudadano aspira a una mayor justicia social, como maestro debe ser justo en el interior de la escuela misma. Si como ciudadano quiere que cumplan todos sus semejantes con sus deberes, ha de empezar por cumplir él mismo, sin alardes ni intemperancias, con su deber.
Redacté un mensaje que leería el miércoles 7 de enero en el salón de actos del Seminario dé Cultura Mexicana, al inaugurar la Junta de Educación Preescolar y Primaria. Me referí, en ese discurso, a los desiertos contra los que tienen que luchar los educadores: no sólo el desierto físico, que abruma a diversas regiones de nuestro suelo, sino el desierto intelectual en que viven, sin culpa suya, millones de nuestros compatriotas, hombres mujeres y niños a quienes los maestros deberían esforzarse por integrar a la evolución de México. No pronuncié en ningún momento el término "apostolado". Sin embargo, muchos miembros de la sección IX hicieron burla de mis palabras. Y, en un diario, Freyre me representó frente a uno
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