Prólogo A Esta Edición. La Revolución Mexicana: Mito Y Realidad.
Enviado por Road_Sript • 6 de Marzo de 2014 • 2.214 Palabras (9 Páginas) • 480 Visitas
La Revolución —así, con mayúscula, como un mito de renovación histórica— ha perdido el prestigio de sus mejores tiempos: nació en 1789, alcanzó su cénit en 1917 y murió en 1989. Pero hubo un país que conservó intacta la mitología revolucionaria a todo lo largo de los siglos XIX y XX: México. Cada ciudad del país y casi cada pueblo tienen al menos una calle que conmemora la Revolución. La palabra se usa todavía con una carga de positividad casi religiosa, como sinónimo de progreso social. Lo bueno es revolucionario, lo revolucionario es bueno. El origen remoto de este prestigio está, por supuesto, en la Independencia: México nació, literalmente, de la revolución encabezada por el primer gran caudillo, el cura Hidalgo. Pero la consolidación definitiva del mito advino con la Revolución mexicana.
El movimiento armado duró diez años: desde 1910 hasta 1920. Durante las dos décadas siguientes el país vivió una profunda mutación política, económica, social y cultural inducida desde el Estado por los militares revolucionarios. Hacia 1940, la palabra «revolución» había adquirido su significación ideológica definitiva. Ya no era la revolución de un caudillo o de otro. La Revolución se había vuelto un movimiento único y envolvente. No abarcaba sólo la lucha armada de 1910 a 1920, sino la Constitución de 1917 y el proceso permanente de transformación y creación de instituciones que derivaba de su programa.
Para quienes habían sido sus protagonistas o simpatizantes, la Revolución quedaría por siempre ligada a las imágenes épicas y anónimas de un pueblo en armas: el hombre que en el paredón, a punto de ser fusilado, fuma tranquilamente su cigarro; los cuerpos colgados de los postes de ferrocarril, como macabras banderolas; la soldadera que sigue a su hombre («su Juan»), con el niño en la espalda envuelto en su rebozo. El pueblo recordaba la Revolución de manera distinta, no como un hecho perteneciente al orden humano sino al natural o divino, como los temblores de tierra y las sequías, un cataclismo de proporciones siderales y orígenes telúricos, algo que había estallado más allá de la Historia, más acá de la Historia, y que cambió, para bien y para mal, la vida de todos. En todo caso, en México, el «antes» y el «después» se medía a partir de la Revolución: el 20 de noviembre de 1910 se convirtió en el parteaguas de la nueva era.
Se había creado una cultura revolucionaria. En la memoria musical habían quedado grabados los famosos corridos como «La cucaracha» y «Jesusita en Chihuahua». La Revolución era el tema predominante del arte público. ¿Quién no había visto los murales alusivos a la epopeya de la Revolución que en los antiguos edificios públicos (la Secretaría de Educación, la Escuela Nacional Preparatoria) habían pintado desde los años veinte Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros? En el cine, estaban de moda películas cuyo tema violento y ranchero denotaba una fijación en torno al tema revolucionario. El género llamado «novela de la Revolución» era muy leído. Lejos de idealizar la «gesta revolucionaria», sus autores (José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela) tomaban en cuenta el punto de vista del pueblo que había sufrido la guerra, presentaban una imagen amarga y ambigua de la lucha armada, y mantenían una actitud crítica con respecto a los logros, reales o supuestos, de la Revolución. Sin embargo, por encima de los matices, la Revolución -guerra civil y proceso de transformación social- había adquirido un rango superior a todas las otras etapas de la historia mexicana.
Al panteón de la patria donde descansaban los aztecas, los insurgentes y los liberales, comenzarían a llegar, en tropel y a caballo, los nuevos santos laicos: los caudillos de la Revolución. El santoral cívico se ampliaría con sus fechas de nacimiento y muerte y la conmemoración de sus hazañas. Ciudades, pueblos, avenidas, barrios, escuelas, modificarían sus viejos nombres adoptando los de los nuevos héroes.
Los odios y rencillas que los habían separado en vida, hasta el extremo de matarse entre sí, parecían meros accidentes frente al mito fundador que los vinculaba: la Revolución, madre generosa, los reconciliaba a todos.
Más allá del inmenso poder de su mitología, la Revolución mexicana fue, en efecto, un vasto reajuste histórico en el cual la gravitación del pasado remoto de México -indígena y virreinal- corrigió el apremio liberal y porfirista hacia el porvenir.
En su etapa armada, el número de combatientes nunca fue considerable. Incluso en el periodo más intenso de las hostilidades (a mediados de 1915), los ejércitos jamás sumaron más de cien mil hombres. La abrumadora mayoría de la población nacional de quince millones perteneció a la categoría de los «pacíficos». La lucha nunca cubrió el país entero. Las etapas militares principales estuvieron bien localizadas. El estado de Morelos, cuna del zapatismo, y el territorio villista de Chihuahua fueron escenarios permanentes. Hubo acción en el centro del territorio, al oeste y -en grado algo menor- en la costa del golfo. La capital vivió en estado de continua aprensión, «con el Jesús en la boca», ocupada alternativamente por ejércitos enfrentados que la consideraban su premio mayor.
La Revolución comenzó con un movimiento democrático moderno acompañado de una añeja petición de tierras. Pese a su triunfo inicial, esta primera etapa desencadenó una reacción autoritaria. La respuesta a esta contrarrevolución generó fuerzas militares y sociales que, una vez triunfantes, no consiguieron alcanzar un acuerdo que condujese a la restauración del orden. La disensión llevó a la guerra y a una escisión centrífuga no muy diferente de la vivida por el país durante la guerra de Independencia y en la primera mitad del siglo XIX. El triunfo de una facción devolvió la corriente a su cauce. Las ideas y las políticas fueron sustituyendo gradualmente a las balas. Durante las últimas dos décadas del proceso, México fue un laboratorio de cambios revolucionarios bajo los auspicios del nuevo Estado. Al término del ciclo, en 1940, se había restablecido el orden en el país, en torno a un edificio político corporativo muy semejante al virreinal.
Una monarquía con ropajes republicanos y revolucionarios. El gobierno personal seguía siendo - como en tiempos de don Porfirio- un rasgo esencial de la vida política mexicana.
La revolución encabezada por Madero estalló el 20 de noviembre de 1910 y en cuestión de meses se extendió a varias zonas del país.
Los principales centros de insurrección fueron los estados de Chihuahua y Morelos. Francisco I. Madero dirigió en persona las operaciones en
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