Que Viva La Musica
Enviado por Tatianatovar • 21 de Septiembre de 2013 • 6.778 Palabras (28 Páginas) • 286 Visitas
Andrés Caicedo nació en Cali, Valle, en 1951 y, a
pesar de su prematura muerte (1977), descolló en el
campo literario colombiano. Escribió numerosos cuentos,
recopilados en varios volúmenes: El atravesado (relato,
1975), Angelitos empantanados o historia para
jovencitos (1977), y Berenice (1978). Su única novela
¡Qué viva la música! ha tenido gran difusión entre el
público, siendo esta la tercera edición. Trata, dicha
novela, de una muchacha que se obsesiona por la música,
vive para y por la música de la cual goza en la vida
nocturna de Cali. La estrategia narrativa del autor es
la de presentar las acciones a través de su narradora,
dejando al lector la labor reflexiva e interpretativa.
¡Qué viva la música! capta las ambigüedades y las
crisis culturales no sólo de Colombia sino de
Latinoamérica con gran sutileza y con un impacto
avasallador sobre el momento actual. Tal vez
ignorándolo, Andrés Caicedo ha escrito una de las
novelas de índole política más importante de la época. “Qué rico, pero qué bajo, Changó”
Canción popular.
“Con una mano me sostengo y con la otra escribo”
Malcolm Lowry cruzando el Canal de Panamá
Este libro ya no es para Clarisolcita, pues
Cuando creció llegó a parecerse tanto a mi
Heroína que lo desmereció por completo. Soy rubia. Rubísima. Soy tan rubia que me dicen:
"Mona, no es sino que aletee ese pelo sobre mi cara y
verá que me libra de esta sombra que me acosa". No era
sombra sino muerte lo que le cruzaba la cara y me dio
miedo perder mi brillo.
Alguien que pasara ahora y me viera el pelo no lo
apreciaría bien. Hay que tener en cuenta que la noche,
aunque no más empieza, viene con una niebla rara. Y
además que le hablo de tiempos antes y que... bueno, la
andadera y el maltrato le quitan el brillo hasta a mi
pelo.
Pero me decían: "Pelada, voy a ser conciso: ¡es
fantástico tu pelo!". Y uno raro, calvo, prematuro:
"Lilian Gish tenía tu mismo pelo", y yo: "Quién será
ésta", me preguntaba, "¿Una cantante famosa?". Recién
me he venido a desayunar que era estrella del cine
mudo. Todo este tiempo me la he venido imaginando con
miles de collares, cantando, rubia total, a una
audiencia enloquecida. Nadie sabe lo que son los huecos
de la cultura.
Todos, menos yo, sabían de música. Porque yo andaba
preocupadita en miles de otras cosas. Era una niña
bien. No, qué niña bien, si siempre fue rebuzno y
saboteo y salirle con peloteras a mi mamá. Pero leía
mis libros, y recuerdo nítidamente las tres reuniones
que hicimos para leer El Capital. Armando el Grillo (le
decían Grillo por los ojos de sapo que paseaba,
perplejo, sobre mis rodillas), Antonio Manríquez y yo.
Tres mañanas fueron, las de las reuniones, y yo le juro
que lo comprendí todo, íntegro, la cultura de mi
tierra. Pero yo no quiero acostumbrarme a pensar en
eso: la memoria es una cosa, otra es querer recordar
con ganas semejante filo, semejante fidelidad.
Yo lo que quiero es empezar a contar desde el primer
día que falté a las reuniones, que haciendo cuentas lo
veo también como mi entrada al mundo de la música, de
los escuchas y del bailoteo. Contaré con detalles: al estimado lector le aseguro que no lo canso, yo sé que
lo cautivo.
Tan tarde que me levanté aquel día y abrir los ojos no
me dio fuerza. Pero me dije: "No es sino que pise el
frío mosaico y verá que cumple con su horario". Me
mentía. La reunión era a las 9 y serían qué... las 12.
Toqué con mis piecitos, tan blancos, tan chiquitos, y
me estremecí toda viendo que podía dar de a paso por
mosaico. Así caminé, feliz, día poquitos, sin pretender
otra cosa que llegar a la ventana.
Abrí la cortina con fuerza, y los brazos extendidos me
hicieron pensar en la mujer resoluta que era, como
quien dice que si quisiera sería capaz de labrar la
tierra. No, no lo era. Después de la cortina tenía allí
ante mí la persiana veneciana. ¿Es cierto que trae la
muerte, Venecia? Digo porque lo he escuchado (ya no) en
canciones viejas. He podido jalar las cuerdillas de la
veneciana como el marinero que iza las velas, y dejar
entrar, glorioso, el nuevo día. No lo hice. Me acerqué
con un movimiento mínimo que también supe corrompido y
rendijié por la ventana el día: Oh, y cómo extrañé todo
lo de la tardecita: el color del cielo, el viento que
hacía, recibirlo de frente como a mí me gusta. Es lo
que le da fuerza y fragancia a mi pelo.
Pero no esos nuevos días. Vi trazos de brocha gorda,
grumos en el cielo, y las montañas que parecían
rodillas de negro. Condené la rendija, alarmada y
abatida. ¿Por qué si era tan temprano? Pensé: "anoche
quemaron las montañas y sólo le quedan pelitos
pasudos".
Mis piernas eran muy blancas, pero no de ese blanco
plebeyo feo, y tenía venitas azules detrás de las
rodillas. Ayer me dijo el doctor que las tales venitas,
de las que me sentía orgullosa, son nada menos que
principio de várices.
Volví a mi cama, pensando: "¿cuánto falta para que sea
de noche?". Ni idea. He podido gritarle a la sirvienta
por la hora, pero no. He podido volver a cerrar los
ojos y perderme, pero no: ya estaba encontrada y tenía
rabia. No lo niego, le estaba sacando gusto a dormir más y más, pero ¿cómo hacía teniendo un horario
estricto?
Entonces vociferé que si me había llamado alguien, y
claro que inmediatamente me dijeron: "sí, niña, los
jóvenes que estudian con usted".
Me hundí en la almohada y me empapé, consciente, en
aquella humedad que se daba entre las sábanas, no sé si
limpias, y mi cuerpo, suave y escurridizo como un
pescado sin escamas. Sentí vergüenza, arrepentida.
Primer día que falté a la lectura de El Capital , y no
volví. De allí en adelante me persigue esa vergüenza
mañanera que intenta que yo borre y niegue todo
...