Tengo Ganas De Ti
Enviado por jeynanii • 22 de Mayo de 2014 • 2.629 Palabras (11 Páginas) • 304 Visitas
Introducción
La obra cuya traducción ofrecemos hoy a nuestros lectores es una de
las más bellas, de las más selectas que encierra el teatro de Shakespeare.
Gracia, sentimiento, naturalidad; sublime lenguaje, expresión del amor
ardiente que aspira a la correspondencia, del amor correspondido que
lucha con la contrariedad, del amor triunfante y satisfecho que pierde
improviso el cielo de su ventura; he aquí, en pocas palabras, el cuadro
cada vez más correcto que va a entretener nuestra imaginación y a
remontar la sorpresa, extasiada y anhelante por las aéreas regiones de lo
espiritual.
No tan angélica como Desdémona, no tan gentil como Porcia, pero sí
más vehemente, más apasionada, más interesante y conmovedora en sus
elevados arranques, la Julieta de Shakespeare caracteriza el tipo bello,
perfecto, superior, de la más perfecta, superior y bella sensación del
alma. Haciéndola, o bien intérprete de su exquisita sensibilidad, o bien
irrecusable testimonio de su rara concepción, el eminente poeta la ha
eternizado reina entre sus heroínas, y le ha ceñido el laurel de su
nombre inmortal.
Julieta, unificada con Romeo, es la fiel representación de la tragedia
del amor, como dice Mr. Guizot, lo mismo que Otelo, lo mismo que
Macbeth, arrastrados por sus infernales consejeros, conforman las
tragedias de los celos y la ambición.
Lo hemos dicho antes, y no nos cansaremos de repetirlo, por más
que la docta pluma de Chateaubriand haya querido consignar
diferencias, Shakespeare sobresale sin rival por la pureza y naturalidad
de sus creaciones, por la viva y extraordinaria similitud con que retrata
los sentimientos humanos. Así como éstos predominan, como se elevan
y descienden, como se cambian a merced de impulsos repentinos e
indefinibles, así su prodigiosa imaginación los detalla, sin esfuerzo, sin
ningún premeditado estudio, sin quitar ni añadir un solo punto a la
verdad, postergando siempre a ésta todo ficcioso compuesto, toda
floridez y elevación.
Fehaciente testimonio de este proceder son los interesantes
caracteres que, aparte el de los protagonistas, figuran en la pieza que
traducimos a continuación.
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Fray Lorenzo, Mercucio, la Nodriza, Capuleto, cada uno en
particular, es tipo de perfección admirable, tipos o pinturas que van
ofreciendo al lector contrastes inesperados de pureza y sublimidad, de
sencillez y grandeza, siempre adecuados a las situaciones, siempre en
analogía con el sentimiento especial que determinan.
El bello protagonista de esta pieza, en cuya repentina mudanza de
afecto han querido muchos fundar una crítica severa, sin ver, como dice
razonadamente Víctor Hugo, que el nombre de Rosalina es sólo el
seudónimo de la belleza ideal que absorbe la mente de aquél; Romeo,
meridional en su conducta, meridional en su lenguaje, hijo legítimo de
la extremosa Italia, hablando el idioma del Petrarca, puro amador de sus
antítesis, de sus tiernas alegorías, de sus graciosas al par que
vehementes comparaciones. Romeo, buscado y hallado por Shakespeare
en las leyendas italianas, mantenido italiano con asombrosa maestría,
todo italiano en su pasión por Julieta, también oriunda de las regiones
del Sur, aparece desde el principio hasta el fin de la pieza tal como el
pensamiento, como el alma, como la vida de la inteligencia le buscaran
para hacer de él la vida, el alma, la encarnación del amor.
Su graciosa declaración en el baile de máscaras y su más bello e
interesante encuentro con Julieta en el jardín de Capuleto, elevan a
superiores regiones la más desprevenida imaginación, preparándola sin
esfuerzo a las escenas que subsiguen. «¡Oh cara acreencia! mi vida es
propiedad de mi enemiga», dice Romeo al saber el nombre de su
amada; exclamación únicamente comparable con la breve, expresiva
sentencia que muy poco después emite Julieta: «Si está casado, es
probable que mi sepulcro sea mi lecho nupcial».
Amantes que en el primer albor de su misterioso y singular afecto se
expresan ya de este modo, deben necesariamente producirse como lo
hacen en la bellísima escena segunda del segundo acto; deben
remontarse a las esferas celestes y hablar el puro, cadencioso idioma de
los arcángeles; deben entregarse a esos raptos, a esas expansiones
inocentes que brotan de las almas vírgenes, que, rodeadas de extremas
castidades, divisan el terrestre paraíso de su felicidad suprema. Romeo
tiene que dejar a su Julieta; nada le importa que le sorprendan, nada
puede temer de sus enemigos los Capuletos, nada de su encono, si la
mirada de su bien se dulcifica; mas tiene que partir y apartarse de su
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edén querido, como el amor del amor se aleja, como el niño que vuelve
a la escuela, con semblante contrito. Su alma, empero, le llama por su
nombre, y cautivo de trenzadas ligaduras, dócil azor, vuelve a renovar
la sabrosa y amante plática, deseando al terminarla ser el sueño y la paz,
para, paz y sueño, aposentarse en el corazón y los ojos de Julieta.
¡Qué imágenes, qué ideas éstas tan encantadoras y bellas, tan propias
de la situación, tan en armonía con los puros sentimientos de los dos
amantes! Todo nuevo, todo original del poeta, está sin embargo escrito
en la conciencia del individuo, y el que lo siente, el que lo oye,
juzgándolo natural y propio, se pregunta si no lo ha escuchado o sentido
otra vez, si es posible que se diga o se sienta de otro modo.
Y sin embargo, pálida aparece seguramente esta graciosa escena,
comparada con la más dulce, más tierna, más encantadora de la
despedida de Romeo y Julieta.
Los primeros resplandores del día orlan en Oriente las nubes
crepusculares, las antorchas de la noche se han extinguido y el riente
día trepa a la cima de las brumosas montañas: los dos esposos,
cobradas ya las primicias de su misteriosa unión, tristes en medio de su
fugaz ventura, platican tiernamente, prolongando en lo posible el
acuerdo de su amoroso deseo. La luz que se distingue no es para Julieta
la luz de la aurora, es sólo la luz de algún meteoro que el sol ha
exhalado para
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