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Cuento Un Viejo Que Leía Novelas De Amor


Enviado por   •  1 de Julio de 2015  •  24.943 Palabras (100 Páginas)  •  344 Visitas

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UN VIEJO QUE LEIA NOVELAS DE AMOR

colección andanzas

Libros de Luis Sepúlveda

en Tusquets Editores

ANDANZAS

Un viejo que leía novelas de amor

Mundo del fin del mundo

Nombre de torero

Patagonia Express

Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar

Desencuentros

LUIS SEPÚLVEDA

UN VIEJO

QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR

1a.edición: febrero 1993

35a. edición: julio 1997

© Luis Sepúlveda, 1989

Diseño de la colección: Guillemot-Navares

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S. A. - Cesare Cantu, 8 - 08023 Barcelona

ISBN: 84-7223-655-2

Depósito legal: B. 31. 748-1997

Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolá, 13-15 - 08013 Barcelona

Impreso sobre papel Offset-F. Crudo de Leizarán, S. A. - Guipúzcoa

Liberdúplex, S. L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona

Impreso en España

índice

Capítulo primero.......................................................................... 8

Capítulo segundo......................................................................... 13

Capítulo tercero............................................................................ 19

Capítulo cuarto............................................................................. 28

Capítulo quinto............................................................................. 34

Capítulo sexto............................................................................... 38

Capítulo séptimo.......................................................................... 44

Capítulo octavo............................................................................. 52

NOTA DEL AUTOR

Cuando esta novela era leída en Oviedo por los integrantes del jurado que pocos días más tar¬de le otorgaría el Premio Tigre Juan, a muchos mi¬les de kilómetros de distancia e ignominia una banda de asesinos armados y pagados por otros criminales mayores, de los que llevan trajes bien cortados, uñas cuidadas y dicen actuar en nombre del «progreso», terminaba con la vida de uno de los más preclaros defensores de la amazonia, y una de las figuras más destacadas y consecuentes del Movimiento Ecológico Universal.

Esta novela ya nunca llegará a tus manos, Chi¬co Mendes, querido amigo de pocas palabras y muchas acciones, pero el Premio Tigre Juan es también tuyo, y de todos los que continuarán tu camino, nuestro camino colectivo en defensa de este el único mundo que tenemos.

A mi lejano amigo Miguel Tzenke,

síndico shuar de Sumbi en el alto Nangaritza

y gran defensor de la amazonia.

En una noche de narraciones desbordantes de

magia me entregó algunos detalles de su

desconocido mundo verde, los que más tarde, en

otros confines alejados del Edén ecuatorial,

me servirían para construir esta historia

Capítulo primero

El cielo era una inflada panza de burro col¬gando amenazante a escasos palmos de las cabe¬zas. El viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquí¬ticos que adornaban el frontis de la alcaldía.

Los pocos habitantes de El Idilio más un pu¬ñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicun¬do Loachamín, el dentista, que mitigaba los dolo¬res de sus pacientes mediante una curiosa suerte de anestesia oral.

—¿Te duele? —preguntaba.

Los pacientes, aferrándose a los costados del sillón, respondían abriendo desmesuradamente los ojos y sudando a mares.

Algunos pretendían retirar de sus bocas las manos insolentes del dentista y responderle con la justa puteada, pero sus intenciones chocaban con los brazos fuertes y con la voz autoritaria del odontólogo.

—¡Quieto, carajo! ¡Quita las manos! Ya sé que duele. ¿Y de quién es la culpa? ¿A ver? ¿Mía? ¡Del Gobierno! Métetelo bien en la mollera. El Gobier¬no tiene la culpa de que tengas los dientes podri¬dos. El Gobierno es culpable de que te duela.

Los afligidos asentían entonces cerrando los ojos o con leves movimientos de cabeza.

El doctor Loachamín odiaba al Gobierno. A to¬dos y a cualquier Gobierno. Hijo ilegítimo de un emigrante ibérico, heredó de él una tremenda bronca a todo cuanto sonara a autoridad, pero los motivos de aquel odio se le extraviaron en alguna juerga de juventud, de tal manera que sus monser¬gas de ácrata se transformaron en una especie de verruga moral que lo hacía simpático.

Vociferaba contra los Gobiernos de turno de la misma manera como lo hacía contra los gringos llegados a veces desde las instalaciones petroleras del Coca, impúdicos extraños que fotografiaban sin permiso las bocas abiertas de sus pacientes.

Muy cerca, la breve tripulación del Sucre car¬gaba racimos de banano verde y costales de café en grano.

A un costado del muelle se amontonaban las cajas de cerveza, de aguardiente Frontera, de sal, y las bombonas de gas que temprano habían des-embarcado.

El Sucre zarparía en cuanto el dentista termi¬nase de arreglar quijadas, navegaría remontando las aguas del río Nangaritza para desembocar más tarde en el Zamora, y luego de cuatro días de lenta navegación arribaría al puerto fluvial de El Do¬rado.

El barco, antigua caja flotante movida por la decisión de su patrón mecánico, por el esfuer¬zo de dos hombres fornidos que componían la tri-pulación y por la voluntad tísica de un viejo motor diesel, no regresaría hasta pasada la estación de las lluvias que se anunciaba en el cielo encapotado.

El

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