Cuentos De Kafka
Enviado por jokredec • 27 de Septiembre de 2012 • 6.084 Palabras (25 Páginas) • 467 Visitas
CUENTOS COMPLETOS
Franz Kafka
LA NEGATIVA
Si me encuentro a una muchacha bonita y le pido: «Sé buena, ven conmigo», y pasa de largo sin decir una palabra, su actitud significa: «Tú no eres un duque con apellido rimbombante; ningún americano atlético con la estatura de un indio, con ojos horizontales y contemplativos, con una piel acariciada por el aire de las praderas y de los ríos que fluyen por ellas. No has viajado a los Grandes Lagos, ni los has surcado, aunque no sé ni dónde se encuentran. Así que dime, por qué yo, una muchacha bonita, tendría que ir contigo».
«Olvidas que no te llevan en automóvil por la calle, balanceándote con sus sacudidas; no veo ir detrás de ti a los señores pertenecientes a tu séquito, embutidos en sus trajes y murmurándote piropos. Tus pechos quedan bien comprimidos por el corsé, pero tus muslos y caderas se resarcen por esa sobriedad. Llevas un vestido de tafetán con pliegues, como el que nos alegró tanto a todos el pasado otoño y, sin embargo, con ese peligro mortal en el cuerpo, sólo te ríes de vez en cuando».
«Sí, los dos tenemos razón y, para no ser conscientes de ello de un modo irrefutable, preferimos irnos solos a casa, ¿verdad?»
VESTIDOS
A menudo, cuando veo vestidos con múltiples pliegues, volantes y adornos, que tan bellamente lucen sobre bonitos cuerpos, no puedo dejar de pensar en que no permanecerán así mucho tiempo, sino que se arrugarán, perderán su lisura, quedarán cubiertos de tanto polvo que será imposible limpiarlos. Y también pienso que nadie querrá mostrar una imagen tan triste y ridícula al ponerse todos los días por la mañana temprano el mismo traje costoso y quitárselo por la noche.
Sin embargo, veo muchachas bastante bonitas, que poseen músculos excitantes, huesecillos, una piel tersa y un cabello fino, pero que, no obstante, cubren a diario su cuerpo con este disfraz natural y siempre tapan el mismo rostro con las mismas palmas de las manos, dejándose reflejar así por su espejo.
Sólo algunas veces, por la noche, cuando regresan tarde de una fiesta, ese traje les parece usado, dado de sí, polvoriento, demasiado visto y lo consideran indigno de ponerse.
EL COMERCIANTE
Es posible que algunos me tengan compasión, pero yo no advierto nada. Mi pequeño negocio me abruma de preocupaciones que me provocan dolores internos en las sienes y en la frente, pero sin darme la más mínima perspectiva de satisfacción, pues mi negocio, como he dicho, es pequeño.
Tengo que tomar decisiones por adelantado, mantener despierta la memoria de los empleados, advertir de los errores que temo y prever en una temporada la moda de la siguiente, y no la que dominará entre gente de mi clase, sino en la población inaccesible de las provincias.
Mi dinero lo tiene gente extraña. Sus recursos no me resultan del todo claros; no logro sospechar la desgracia que puede caer sobre esas personas. ¡Cómo puedo entonces defender mi dinero! Tal vez se han vuelto derrochadores y dan una fiesta en el jardín de una hostería, y otros se quedan un rato en la fiesta en plena huida a América.
Cuando cierro el comercio la noche de un día laborable y de repente veo ante mí horas en las que no trabajaré para las incesantes exigencias de mi negocio, entonces se arroja sobre mí la excitación ya anticipada por la mañana, como si fuera la subida de una marea, pero no soporta quedarse en mi interior y me arrebata sin objetivo alguno.
Y, sin embargo, no puedo utilizar ese estado de ánimo, sólo puedo irme a casa, pues tengo el rostro y las manos sucios y sudorosos, el traje lleno de manchas y polvoriento, la gorra del negocio en la cabeza y las botas arañadas por las esquinas de las cajas. Entonces me desplazo como si fuera sobre olas, hago chascar los dedos y acaricio el pelo de los niños que vienen a mi encuentro.
Pero el camino es demasiado corto. Llego en seguida a mi casa, abro la puerta del ascensor y entro.
Ahora compruebo de repente que estoy solo. Otros, que tienen que subir las escaleras, se cansan algo al hacerlo, tienen que esperar con la respiración acelerada hasta que alguien les abre la puerta de la casa, así que tienen un motivo para enfadarse y para mostrar una actitud impaciente. Luego entran en el recibidor, donde cuelgan el sombrero, y al llegar a su habitación, después de atravesar el pasillo pasando por algunas puertas de cristal, es cuando se encuentran solos.
Yo, sin embargo, ya estoy solo en el ascensor y, apoyándome en la rodilla, contemplo el delgado espejo. Cuando el ascensor comienza a elevarse, digo:
«Permaneced tranquilos, retroceded, ¿queréis ir bajo la sombra de los árboles, detrás de las cortinas de las ventanas, en la cúpula de follaje?» Hablo entre dientes, y las barandillas de la escalera se deslizan hacia abajo por el cristal opalino como una catarata.
«Volad lejos; que vuestras alas, jamás vistas, os lleven hasta el valle de vuestra aldea, o a París, si es allí hacia donde os impulsan.
»Pero disfrutad de la vista que os ofrece la ventana cuando las procesiones vienen por las tres calles, y no se evitan, sino que se confunden y dejan de nuevo espacio libre entre sus últimas filas. Saludad con los pañuelos, horrorizaos, conmoveos, alabad a la bella dama que pasa de largo.
»Id hacia el puente de madera sobre el arroyo, saludad a los niños que se bañan y asombraos por los “hurras” de los miles de marineros en el lejano acorazado.
»Perseguid sólo al hombre modesto y cuando lo hayáis empujado hacia la puerta de una cochera, robadle y luego contemplad con qué tristeza continúa su camino por la calle de la izquierda, con las manos en los bolsillos.
»La policía, galopando dispersa sobre sus caballos, frena a los animales y os hace retroceder. Dejadlos, las calles vacías les harán infelices, lo sé. Ya cabalgan en parejas torciendo lentamente las esquinas y volando sobre las plazas».
Entonces tengo que abandonar el ascensor, tocar el timbre, y la muchacha abre la puerta mientras saludo.
SER INFELIZ
Cuando ya se volvió insoportable –una noche de noviembre–, corrí sobre la estrecha alfombra de mi habitación como en una pista de carreras y, asustado por la visión de la calle iluminada, me di la vuelta, encontré un nuevo objetivo en la base del espejo, y grité, sólo para escuchar el grito, al que nada responde y al que nada mitiga la fuerza del gritar y que, por consiguiente, se eleva sin contrapeso alguno, sin cesar, aun cuando enmudece; entonces se desencajó la puerta de la pared, deprisa, pues la prisa era necesaria, y hasta los caballos del coche, abajo, en el empedrado, se irguieron como bestias
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