EL FANTASISTA
Enviado por NikoLaRata • 23 de Junio de 2013 • 6.300 Palabras (26 Páginas) • 702 Visitas
Hernán Rivera Letelier
El Fantasista
A Oscar Báez, por mantenernos vivo
el recuerdo de Coya Sur.
Fue un lunes de octubre cuando aparecieron
caminando por en medio de la calle desierta.
Era la hora de la siesta en la pampa. En el aire no
corría un carajo de viento y un sol de sacrificio
fundía los ánimos de todo lo que respirara sobre la
faz de la tierra.
El hombre y la mujer avanzaban silenciosos
bajo la incandescencia del cielo.
Él venía delante, y ella, dos pasos atrás; ella
cargaba una pequeña maleta de madera con esquinas
de metal, y él traía una pelota de fútbol bajo el
brazo, blanca y con cascos de bizcochos (de entradita
supimos que era una de esas profesionales).
Los quedamos mirando sorprendidos.
El hombre vestía una camisa tropical, un
pantalón demasiado ancho para su talla y zapatillas
de lona, y llevaba la pelota igual que los arqueros en
los desfiles de inauguración de campeonato. Aunque
demostraba tener unos cuarenta años, y parecía cojear
levemente de no se sabía cuál de sus piernas arqueadas,
caminaba con la actitud y la pachorra de un
crack. Además, cosa extraña para nosotros, llevaba
un cintillo en la frente. Detrás suyo, delgada y pequeña,
mucho más joven que él, su melena roja ardiendo
bajo el sol, la mujer lo seguía con una mansedumbre
de animal doméstico. Él traía el rostro
bañado en sudor, ella no transpiraba una sola gota.
I
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—Esos dos parecen empampados —dijo alguien
entre nosotros, tal vez el Cocata Martínez, que
trabajaba en la fábrica de hielo y paletas de helado.
La calle Balmaceda, por donde entraron,
era la calle del comercio y la entrada principal del
campamento (Coya Sur tenía sólo seis calles, y las
seis de tierra). Pero ellos no aparecieron por el lado
de la pulpería, que era por donde se llegaba desde
las demás salitreras, sino por el lado de la Biblioteca
Pública. Y eso significaba una sola cosa: que la pareja
de aparecidos venía caminando, a pleno sol, desde
la mismísima carretera Panamericana, distante
unos cuantos kilómetros hacia el oriente.
El hombre y la mujer cruzaban frente a la
cancha de rayuela cuando fueron envueltos por un
intempestivo remolino de arena; uno de esos remolinos
gigantescos que aparecían bramando por
cualquier lado, haciendo batir con estrépito puertas
y ventanas, desparramando la basura de los techos
y ovillando el ecuménico hastío de la tarde
pampina.
Ellos sólo atinaron a detenerse y cerrar los
ojos: la mujer afirmándose las polleras sin soltar la
maleta; el hombre con la pelota bajo el brazo, las
piernas abiertas en compás y la cabeza gacha, lo mismo
que un futbolista recibiendo instrucciones para
ingresar a la cancha, o como el hermano Zacarías
Ángel orando en la calle antes de largarse a predicar
el advenimiento de la segunda venida de Cristo.
Cuando el remolino terminó de pasar y se
perdió por el lado del Rancho Huachipato (donde
segundos antes los cuatro electricistas del campamento,
como cuatro ánimas de mediodía, acababan
de entrar, sigilosamente, en fila india), el hombre y
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la mujer abrieron los ojos, escupieron arenilla, se
sacudieron un poco la ropa y siguieron su camino.
En realidad parecían no ir a ninguna parte.
Media cuadra más adelante, atraídos tal
vez por el bolero de José Feliciano que bostezaba
el wurlitzer —y que amelcochaba aún más la canícula
de la siesta—, se detuvieron ante las puertas
de la pastelería Ibacache, justo enfrente de nosotros.
Ahí se dejaron caer descoyuntados, adosando
sus espaldas a las tibias calaminas del frontis.
Aunque hasta ese momento no habían cruzado
una sola palabra entre ellos, la mujer, que no dejaba
de mascar chicle y hacer globitos rosados, daba
la impresión de ser mucho más silenciosa y
desvalida que él. En su actitud había un aire casi
de penitencia.
Nosotros nos hallábamos sombreando bajo
el alero de cañas del Rancho Grande, capeando
el calor con los helados que nos había traído el
Cocata Martínez y comentando las incidencias del
partido del día anterior (los Cometierra de nuevo
nos habían ganado). Y, por supuesto, conjeturando,
calculando y prediciendo qué cresta iría a pasar
el próximo domingo en el partido de vuelta.
Lo único claro para todos era que ese día teníamos
que ganar como fuera, aunque en ello dejáramos
la vida. Y es que se trataba de nuestro último encuentro
como local, la última vez en la vida que
jugaríamos en nuestro reducto. En definitiva, para
nosotros este representaba el último partido de
fútbol antes del fin del mundo.
Sentados en la vereda, tras descansar un rato,
los recién llegados comenzaron a ejecutar un
extraño rito. Mientras él se desvestía y se quedaba
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en pantalones de fútbol —verdes y demasiado anchos
también para su cuerpo—, ella tomó la pequeña
maleta, la acomodó en su falda y, con la prolijidad
y la unción de estar presidiendo una ceremonia
litúrgica, comenzó a extraer algunos objetos que fue
ordenando metódicamente en el suelo.
Sacó primero un par de zapatos de fútbol;
luego, un par de medias enrolladas; después, unas
vendas sucias y amarillentas; una muslera, y, por último,
una cajita de salicilato.
Sin darse cuenta, o importándole un zuncho
la presencia de los primeros niños que observaban
curiosos, el hombre se tendió de espaldas en
el suelo —ahora con la pelota de almohada—, para
que ella, luego de untar sus manos con salicilato,
comenzara a masajearle las piernas, primero
con suavidad y luego de manera enérgica. Después
procedió a vendarle cada uno de los pies, le puso
las medias a rayas verdes y blancas, le colocó la
muslera en la pierna izquierda, y, antes de calzarle
y abrocharle los botines, de esos con estoperoles
(en la pampa sólo usábamos con puentes), aunque
se veían como recién lustrados, les sacó brillo con
el ruedo de su falda gitana.
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