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EURÍPIDES Y SU TIEMPO


Enviado por   •  11 de Junio de 2014  •  10.659 Palabras (43 Páginas)  •  174 Visitas

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IV. EURÍPIDES Y SU TIEMPO

LA CRISIS del tiempo se manifiesta por primera vez en toda su amplitud en la tragedia de Eurípides. Lo hemos separado de Sófocles por la sofística, pues en los dramas que se han conservado, y que pertenecen todos a sus últimos años, el "poeta de la ilustración griega", como se le ha denominado, se halla impregnado de las ideas y del arte retórico de los sofistas. Pero aunque este punto de vista proyecte mucha luz sobre su obra, la sofística representa sólo un escorzo limitado de su espíritu. Con el mismo derecho podríamos decir que la sofística sólo se hace plenamente comprensible sobre el tras-fondo espiritual que nos descubre la poesía de Eurípides. La sofística tiene una cabeza de Jano, una de cuyas caras es la de Sófocles y la otra la de Eurípides. El ideal del desarrollo armónico del alma humana es común a los sofistas y a Sófocles. Se halla relacionado con el principio escultórico de su arte. En la oscilante inseguridad de sus principios morales revela la educación sofística su parentesco con el mundo escindido y contradictorio que se manifiesta en la poesía de Eurípides. Ambos poetas y la sofística, que se desarrolla entre ellos mirando a uno y a otro, no son representantes de dos épocas distintas. La diferencia de dos decenios que separa la fecha de su nacimiento, incluso en una época de rápido desarrollo como aquélla, no es suficiente para señalar una diferencia de generación. Sólo la diferencia de sus naturalezas los determinó a representar el mismo mundo de modo tan diferente. Sófocles avanza sobre las escarpadas alturas de los tiempos.

Eurípides es la revelación de la tragedia cultural que arruinó a la época. Esto señala su posición en la historia del espíritu y le otorga aquella incomparable compenetración que nos fuerza a considerar su arte como la expresión de su tiempo.

No hemos de describir por sí misma la sociedad que ofrecen a nuestra mirada y a la cual se dirigen los dramas de Eurípides. Las fuentes históricas, y sobre todo literarias, son, por primera vez, en este periodo sumamente ricas y el cuadro moral que nos permiten trazar exigiría un libro entero que un día debe ser escrito. La totalidad de la existencia humana, desde las nimiedades triviales de todos los días hasta las alturas de la vida social, en el arte y en el pensamiento, se despliega aquí abigarrada ante nosotros. La primera impresión es la de una riqueza enorme y de una fuerza vital, física y creadora acaso no alcanzada después en la historia. Así como la vida griega aun en el tiempo de la guerra de los persas se articulaba en estirpes, cuyos principales representantes se repartían la dirección espiritual, a partir de la época de Pericles se rompe esta relación y la preponderancia de Atenas se hace cada día más evidente. Jamás en su historia las múltiples ramas del pueblo heleno —que sólo en época tardía se atribuyeron este nombre común— habían vivido una concentración de fuerzas estatales, económicas y espirituales como la que produjo en la Acrópolis el maravilloso Partenón para honrar a la diosa Atenea, que fue considerada desde entonces como el alma divina de su estado y de su pueblo. Las victorias de Maratón y Salamina, aun después de la muerte de la mayoría de sus contemporáneos, seguían actuando sobre el destino del estado. Sus hazañas, impresas en el espíritu de sus descendientes, los estimulaban a más altas realizaciones. Bajo su signo, alcanzaron las generaciones actuales sus asombrosos éxitos y la irresistible extensión de su poderío y de su comercio. Con tenaz perseverancia, irresistible energía e inteligente y amplia visión, el estado popular y su poderío marítimo se beneficiaron de la fuerza contenida en tan gran herencia. Verdad es que el reconocimiento panhelénico de la misión histórica de Atenas no gozaba de un crédito inagotable, como lo muestra ya Heródoto: la Atenas de Pericles se veía obligada a reclamar con vigor y energía su pretensión histórica porque el resto de los pueblos helénicos no se la reconocían de buen grado. En los días en que escribió Heródoto, no mucho antes de la guerra del Peloponeso, que como un incendio gigante conmovió a todo el mundo helénico, la ideología que informaba la política de fuerza del imperialismo ateniense aspiraba consciente o inconscientemente al dominio de

Atenas sobre el resto de las ciudades libres de Hélade.

La tarea a que tuvo que consagrarse la generación de Pericles y sus herederos no puede compararse con la fuerza y el ímpetu religioso de Esquilo. Se sentían, con razón, más bien sucesores de Temístocles, en el cual veían ya, aquellos tiempos heroicos, una figura esencialmente moderna. Sin embargo, en la realista sobriedad con que los nuevos tiempos perseguían su ideal, hallaron aquellos hombres que voluntariamente ofrecían sus bienes y su sangre por la grandeza de Atenas un pathos peculiar, en el cual se mezclaban y se realzaban recíprocamente el cálculo frío e interesado del éxito y el sentido abnegado de la comunidad. El estado trataba de llevar a la convicción de los ciudadanos que sólo prosperan los individuos si la totalidad crece y se desarrolla. Así convertía el egoísmo natural en una de las fuerzas más poderosas de la conducta política. No podía, naturalmente, mantener esta creencia sino en tanto que las ganancias sobrepasaran a los sacrificios. En tiempo de guerra era difícil mantener esta actitud, pues cuanto más duraba, menores eran los beneficios. El tiempo de Pericles se caracteriza por el predominio de los negocios, el cálculo y las empresas, en el dominio particular y en las más altas esferas públicas del estado. De otra parte, el sentimiento heredado de la respetabilidad exterior tenía necesidad de mantener una apariencia de bien aun cuando el simple provecho y el goce fueran los verdaderos motivos de la acción. No en vano se originó en este tiempo la distinción sofística entre lo que es bueno "según la ley" y lo que es bueno por la naturaleza. Y no había necesidad de recurrir a la teoría y a la reflexión filosófica para emplear esta distinción en la práctica en vista de un beneficio personal. Esta escisión artificial entre lo idealista y lo naturalista y el equívoco que llevaba consigo abrazaba en su totalidad la moral privada y pública de la época, desde una política de poder, exenta de escrúpulos, que invadía progresivamente las esferas del estado, hasta las mínimas manipulaciones comerciales de los individuos. Cuanto mayor era la grandeza con que se manifestaba la época en todas sus empresas y la elasticidad, la reflexión y el entusiasmo con que cada individuo se consagraba a sus propias tareas y a las de la comunidad, con mayor intensidad se sentía el inaudito crecimiento de la mentira y la hipocresía a cuya costa se

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