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El Trabajo De Mi Vida


Enviado por   •  27 de Abril de 2013  •  5.450 Palabras (22 Páginas)  •  346 Visitas

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En el hemisferio sur

«A veces me suceden cosas raras», dijo y se acomodó en el único sillón de mi despacho.

Suspiré. Me disgustaba la desenvoltura de aquella mujer mimada por la fama. Irrumpía en la editorial a las horas más peregrinas, saludaba a unos y a otros con la irritante simpatía de quien se cree superior, y me sometía a largos y tediosos discursos sobre las esclavitudes que conlleva el éxito. Aquel día, además, su físico me resultó repelente. Tenía el rímel corrido, el carmín concentrado en el labio inferior y a uno de sus zapatos de piel de serpiente le faltaba un tacón. Si no fuera porque conocía a Clara desde hacía muchos años la hubiera tomado por una prostituta de la más baja estofa. Dije: «Lo siento», y me disponía a enumerar con todo detalle el trabajo pendiente, cuando reparé en que una gruesa lágrima negra bailoteaba en la comisura de sus labios. Le tendí un pañuelo.

—Gracias —balbuceó—. En el fondo, eres mi mejor amigo.

Estaba acostumbrado a confesiones de este calibre. Clara acudía a mí en los momentos en que el mundo se le venía abajo, cuando se sentía sola o a los pocos minutos de sufrir una decepción amorosa. Me armé de paciencia. Sí, en el fondo, éramos buenos amigos.

—A veces me suceden cosas —repitió.

Le ofrecí un cigarrillo que ella encendió por el filtro. Rió de su propia torpeza y prosiguió:

—O, para ser exacta, me suceden sólo cuando escribo.

Corrí mi silla junto al sillón y eché una discreta mirada a su reloj de pulsera. Clara, instintivamente, se bajó las mangas del abrigo.

—A menudo, cuando escribo, me embarga una sensación difícil de definir. Tecleo a una velocidad asombrosa, me olvido de comer y de dormir, el mundo desaparece de mi vista y sólo quedamos yo, el papel, el sonido de la máquina... y ella. ¿Entiendes?

Negué con la cabeza. Su tono me había parecido más cercano a un recitado que a una confesión. Preferí no interrumpirla.

—Ella es la Voz. Surge de dentro, aunque, en alguna ocasión, la he sentido cerca de mí, revoloteando por la habitación, conminándome a permanecer en la misma postura durante horas y horas. No se inmuta ante mis gestos de fatiga. Me obliga a escribir sin parar, alejando de mi pensamiento cualquier imagen que pueda entorpecer sus órdenes. Pero, en estos últimos días, me dicta muy rápido. Demasiado. Mis dedos se han revelado incapaces de seguir su ritmo. He probado con un magnetofón, pero es inútil. Ella tiene prisa, mucha prisa.

Alejé mi silla de su asiento y suspiré de nuevo. Tendría que pasar la noche en blanco, redactando informes, corrigiendo galeradas, improvisando solapas... Clara no tenía derecho a robarme el tiempo como lo estaba haciendo. «Es una egoísta», pensé. Me levanté con la secreta esperanza de que mi amiga me imitara.

—Querida —dije—, me estás hablando de algo a lo que los antiguos llamaban «musa», una señora a quien invitaría ahora mismo, con muchísimo gusto, si supiera que iba a acudir a mi cita.

Ella no se había movido del sillón. Encendió otro cigarrillo, extraído ahora de una pitillera de plata, y me sonrió con amargura.

—Eso sería lo fácil y así lo interpreté durante un tiempo. Me hallaba, creía, en uno de esos éxtasis que sólo conocen los elegidos.

Iba a decir «¿lo entiendes?», pero se detuvo. Era obvio que Clara no me contaba entre las filas de los elegidos.

—Intenté convencerme. Me decía: «Lo que te ocurre, Clara, es algo fabuloso. Esta voz que te parece escuchar no es otra cosa que tu imaginación, tu talento creativo». Y también: «Estás atravesando el período más importante de tu vida». Todo eso me decía y terminaba ordenándome: «Déjate de lamentaciones y aprovéchate». Y así hice. Mi corazón palpitaba con fuerza, mis dedos se descarnaban sobre el teclado, pero permanecía junto a la máquina de escribir entregada en cuerpo y alma a los dictados de la imperiosa Voz. No atendía al teléfono, desoía el timbre de la puerta y sólo me atrevía a hablar cuando sus palabras iban haciéndose imperceptibles. Le suplicaba paciencia, un poco de paciencia. «Tranquilízate», le decía, «mañana volveré a estar contigo. Ahora necesito dormir, descansar, la cabeza me arde, siento mil agujas en las plantas de los pies, los ojos se me nublan...» Casi nunca me prestaba atención. Las más de las veces, amanecí con los cabellos enredados en las teclas y el carrete de la cinta prendido de una de mis orejas. ¿Entiendes?

No tuve más remedio que sentarme otra vez. Sí, entendía perfectamente lo que Clara intentaba explicarme con voz trémula y, en honor a la verdad, la envidiaba. Nunca había sufrido tales arrebatos en carne propia. Jamás había conocido ese momento mágico en que el escritor, poseído por una fuerza milagrosa, se ve compelido a rellenar sin descanso hojas y más hojas, a no concederse tregua, a enfermar, a plasmar sobre el papel los dictados de su mente enfebrecida. Pero sabía que eso les ocurría a otros. Había probado a embriagarme, a euforizarme, a relajarme. A menudo las tres posibilidades a un tiempo. Los resultados no tardaron en reflejarse en mis ojos, en las bolsas que los contorneaban, en las arruguillas que surcaban mis párpados, en las canas que, con paso firme, iban invadiendo patillas, barba, cejas y bigote. De mi antiguo cabello apenas si podía acordarme. Me quedaban tan sólo tres mechones que dejaba crecer y peinaba hábilmente para que disimularan el odioso brillo de mi cabeza. Pero el papel en blanco seguía ahí. Impertérrito, amenazante, lanzándome su perpetuo desafío, feminizándose por momentos y espetándome con voz saltarina: «Anda, atrévete. Estoy aquí. Hunde en mi cuerpo esas maravillosas palabras que me harán daño. Decídete de una vez. ¿Dónde está esa famosa novela que bulle en tu cerebro? No prives al mundo de tu genio creador. ¡Qué pérdida, Dios, qué pérdida!...». A ratos, mientras los fármacos se entregaban a una trepidante danza, me parecía como si el papel se agigantase, como si me escupiera su blancura detestable, o como si se refugiase en la más absoluta inmovilidad para ahogar sus irresistibles deseos de carcajearse de mi persona. Intenté describir mis sensaciones, la burla cotidiana del papel o, mejor, «La Holandesa de la Blanca Sonrisa». Pero no fui más allá del título. Mi mesa de trabajo se hallaba abarrotada de manuscritos de corte similar, obritas de escritores mediocres que nunca verían la luz, mamotretos sobre los que debía informar semanalmente y a los que solía despachar con un tajante «Publicación desaconsejada». En mi caso, además, se trataba de una primera obra. ¿Cómo podía hablar de la angustia del creador si ese creador angustiado que era yo no había tenido aún ocasión de crear nada? El proyecto

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