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La Muerte De Isolda


Enviado por   •  19 de Febrero de 2015  •  2.051 Palabras (9 Páginas)  •  199 Visitas

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Concluía el primer acto de _Tristán e Isolda_. Cansado de la agitación

de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento con la falta de

vecinos. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un

palco balcón.

Evidentemente, un matrimonio. El, un marido cualquiera, y tal vez por

su mercantil vulgaridad y la diferencia de año con su mujer, menos que

cualquiera. Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas

que más que en el rostro, aún bien hermoso, están en la perfecta

solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos.

Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo

provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nunca

las mujeres.

La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y

porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un

cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.

Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras

miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella

mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al

sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que

haya tenido nunca.

Fué aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi

largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.

Fué asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su

marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra

vez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba

hacia allá, y después de un momento de inmovilidad de ambas partes, se

saludaron.

Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre

feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y

cinco años, barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura,

que expresaba inequívoca voluntad.

--Se conocen--me dije--y no poco.

En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que no había vuelto

a apartar los ojos de la escena, los fijó en el palco. Ella, la cabeza

un poco echada atrás, y en la penumbra, lo miraba también. Me pareció

más pálida aún. Se miraron fijamente, insistentemente, aislados del

mundo en aquella recta paralela de alma a alma que los mantenía

inmóviles.

Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza. Pero

antes de concluir aquél salió por el pasillo opuesto. Miré al palco, y

ella también se había retirado.

--Final de idilio--me dije melancólicamente.

El no volvió más y el palco quedó vacío.

* * * * *

--Sí, se repiten--sacudió amargamente la cabeza.--Todas las

situaciones dramáticas pueden repetirse, aún las más inverosímiles, y

se repiten. Es menester vivir, y usted es muy muchacho... Y las de su

_Tristán_ también, lo que no obsta para que haya allí el más sostenido

alarido de pasión que haya gritado alma humana... Yo quiero tanto

como usted a esa obra, y acaso más... No me refiero, querrá creer, al

drama de _Tristán_, con las treinta y dos situaciones del dogma, fuera

de las cuales todas son repeticiones. No; la escena que vuelve como

una pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dicha

muerta, es otra cosa... Usted asistió al preludio de una de esas

repeticiones... Sí, ya sé que se acuerda... No nos conocíamos con

usted entonces... Y precisamente a usted debía de hablarle de esto!

Pero juzga mal lo que vió y creyó un acto mío feliz... ¡Feliz!...

Oigame. ¡El buque parte dentro de un momento, y esta vez no vuelvo

más... Le cuento esto a usted, como si se lo pudiera escribir, por

dos razones: Primero, porque usted tiene un parecido pasmoso con lo

que era yo entonces--en lo bueno únicamente, por suerte.--Y segundo,

porque usted, mi joven amigo, es perfectamente incapaz de pretenderla,

después de lo que va a oir. Oigame:

La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fuí su novio,

hice cuanto me fué posible para que fuera mía. La quería mucho, y

ella, inmensamente a mí. Por esto cedió un día, y desde ese instante,

privado de tensión, mi amor se enfrió.

Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba

con la dicha de mi nombre--se me consideraba buen mozo entonces--yo

vivía en una esfera de mundo donde me era inevitable flirtear con

muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.

Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a

un extremo tal, que me exasperé y la pretendí seriamente. Pero si mi

persona era interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a

prometerle el tren necesario, y me lo dió a entender claramente.

Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia flirteé con una amiga

suya, mucho más fea, pero infinitamente menos hábil para estas

torturas del tête-a-tête a diez centímetros, cuya gracia exclusiva

consiste en enloquecer a su flirt, manteniéndose uno dueño de sí. Y

esta vez no fuí yo quien se exasperó.

Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper con

Inés. Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el

amortiguamiento de mi pasión, su amor era demasiado grande para no

iluminarle los ojos de dicha cada vez que me veía entrar.

La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba,

habría cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad de

subir con su hija a una esfera mucho más alta.

Una noche fuí allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo

mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.

--Qué tienes--me dijo.

--Nada--le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Dejó

hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistemente. Al fin

apartó los ojos contraídos y entramos.

La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un

momento y desapareció.

Romper, es palabra corta y fácil;

...

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