Las ideas
Enviado por maggy26 • 10 de Noviembre de 2013 • Tutorial • 42.814 Palabras (172 Páginas) • 197 Visitas
Las ideas que defiendo no son mías. Las tomé prestadas de
Sócrates, se las birlé a Chesterfield, se las robé a Jesús. Y si no os
gustan sus ideas, ¿las de quién hubierais preferido utilizar?
DALE CARNEGIE
La decisión de ir fue mía; no se puede culpar a nadie más. Cuando me paro a
reconsiderarlo, me resulta casi imposible pensar que yo, el atareado director de una
importante instalación industrial, dejara la fábrica abandonada a su suerte para pasar una
semana en un monasterio al norte de Michigan. Sí, así como suena: un monasterio. Un
monasterio completo, con sus monjes, sus cinco servicios religiosos diarios, sus cánticos, sus
liturgias, su comunión y sus alojamientos comunes; no faltaba detalle.
Quiero que quede claro que me resistí como gato panza arriba. Pero, finalmente, la
decisión de ir fue mía.
«Simeón» es un nombre que me ha perseguido desde que nací. Me bautizaron en la
parroquia luterana de mi barrio y, en la partida de bautismo, podía leerse que los versículos
escogidos para la ceremonia eran del capítulo segundo del Evangelio de Lucas y hablaban de
un tal Simeón. Según Lucas, Simeón era un «hombre justo y piadoso y el Espíritu Santo
estaba sobre él». Al parecer había tenido una inspiración sobre la llegada inminente del
Mesías; aquello era un lío que nunca llegué a entender. Ése fue mi primer encuentro con
Simeón, pero desde luego no había de ser el último.
Me confirmaron en la iglesia luterana al concluir el octavo grado. El pastor había escogido
un versículo para cada uno de nosotros y, cuando me llegó el turno en la ceremonia, leyó en
voz alta el mismo pasaje de Lucas sobre el personaje de Simeón. Recuerdo que en aquel
momento pensé: «Qué coincidencia más curiosa...».
Poco tiempo después —y durante los veinticinco años siguientes—, empecé a tener un
sueño recurrente, que acabó causándome terror. En el sueño, es ya muy entrada la noche, yo
estoy absolutamente perdido en un cementerio y corro para salvar mi vida. Aunque no puedo
ver lo que me persigue, sé que es maligno, algo que quiere hacerme mucho daño. De repente,
de detrás de un gran crucifijo de cemento sale frente a mí un hombre que lleva un hábito
negro con capucha. Cuando me estampo contra él, este hombre viejísimo me coge por los
hombros y, mirándome atentamente a los ojos, me grita: «¡Encuentra a Simeón, encuentra a
Simeón y escúchale!». Llegado a ese punto del sueño me despertaba siempre bañado en sudor
frío.
La guinda fue que el día de mi boda, el sacerdote, en su breve homilía, se refirió al
mismo personaje bíblico: Simeón. Me quedé tan estupefacto que me hice un lío al decir los
votos y pasé bastante mal rato.
Nunca estuve muy seguro de si todas aquellas «coincidencias con Simeón» tendrían
algún sentido, de si significarían algo. Rachael, mi mujer, siempre ha estado convencida de
que sí.
A finales de los años noventa, según todas las apariencias, mi vida era un éxito absoluto.
Trabajaba para una empresa de producción de vidrio plano, de categoría internacional,
en la que ocupaba el puesto de director general de una fábrica de más de quinientos
empleados, con unas cifras de facturación por encima de los cien millones de dólares al año.
La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter
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En la época en que me promocionaron al puesto, yo era el director general más joven en toda
la historia de la compañía, hecho que todavía hoy me enorgullece. La empresa funcionaba de
manera muy descentralizada yeso me concedía una gran autonomía, que yo apreciaba mucho.
Además tenía un sueldo considerable, que incluía una cantidad significativa de dólares en
primas sujeta a la consecución de objetivos determinados y evaluables en la fábrica.
Rachael, que es mi bella esposa desde hace dieciocho años, y yo nos conocimos cuando
estudiábamos en la Universidad de Valparaiso en el norte de Indiana, donde yo me gradué en
Empresariales y ella se licenció en Psicología. Deseábamos con locura tener hijos, pero tuvimos
que luchar contra la esterilidad durante varios años. Nos sometimos a todo tipo de
tratamientos de fecundación, inyecciones, pruebas, exploraciones, punciones, acupuntura,
todo lo habido y por haber... sin ningún resultado. El problema resultaba especialmente
doloroso para Rachael, pero nunca desesperó de tener hijos. Con frecuencia, cuando me
despertaba por la noche, la oía rezar en voz baja pidiendo un hijo.
Más adelante, por una serie de circunstancias poco usuales pero maravillosas, adoptamos
un niño recién nacido. Le llamamos John (por mí), y se convirtió para todos en nuestro niño
«milagro». Dos años más tarde, Rachael se quedó embarazada cuando ya nadie lo esperaba, y
nació nuestro segundo «milagro»: Sarah.
John hijo, que hoy tiene catorce años, acababa de entrar en noveno grado, Sarah había
empezado séptimo. Desde el día en que adoptamos a John, Rachael había reducido sus
prácticas de terapia a un solo día a la semana, ya que pensamos que, a ser posible, era
importante que pudiera dedicarse al hogar a tiempo completo. Además, ese día le daba un
pequeño respiro en su «rutina diaria de Mami», amén de permitirle mantenerse
profesionalmente activa. Estábamos encantados de poder bandear esta situación desde el
punto de vista económico.
Éramos propietarios (junto con el banco) de una casa muy agradable en la ribera
noroeste del lago Erie, a unos cincuenta kilómetros al sur de Detroit. Teníamos una
embarcación deportiva de nueve metros de eslora, que guardábamos al lado de la casa sobre
el soporte adecuado (al lado de una moto acuática Sea—Doo); en el garaje había dos coches
nuevos —sistema de leasing—; nos íbamos de vacaciones familiares como poco dos veces al
año, y aún conseguíamos ahorrar una buena suma anual que quedaba en el banco para los
estudios de los chicos y la jubilación.
Como decía, según todas las apariencias, mi vida era un éxito absoluto.
Pero, por supuesto, las cosas no siempre son lo que parecen. Lo cierto era que mi vida se
estaba desmoronando. Rachael me había dicho un mes antes que llevaba algún tiempo
sintiéndose infeliz en nuestro matrimonio e insistía en que las cosas no podían
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