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MARTES CON MI VIEJO PROFESOR


Enviado por   •  12 de Agosto de 2011  •  11.248 Palabras (45 Páginas)  •  4.733 Visitas

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UN TESTIMONIO SOBRE LA VIDA,

LA AMISTAD Y EL AMOR

ESTE LIBRO ESTÁ DEDICADO

A PETER, MI HERMANO,

LA PERSONA MÁS VALIENTE QUE CONOZCO

INDICE

Agradecimientos

EL PLAN DE ESTUDIOS

EL PROGRAMA DE LA ASIGNATURA

EL ALUMNO

EL AUDIOVISUAL

LA ORIENTACIÓN

EL AULA

PASANDO LISTA

EL PRIMER MARTES

HABLAMOS DEL MUNDO

EL SEGUNDO MARTES

HABLAMOS DEL SENTIMIENTO DE LÁSTIMA

POR UNO MISMO

EL TERCER MARTES

HABLAMOS DE LOS ARREPENTIMIENTOS

EL AUDIOVISUAL, SEGUNDA PARTE

EL PROFESOR

EL CUARTO MARTES

HABLAMOS DE LA MUERTE

EL QUINTO MARTES

HABLAMOS DE LA FAMILIA

EL SEXTO MARTES

HABLAMOS DE LAS EMOCIONES

EL PROFESOR, SEGUNDA PARTE

EL SÉPTIMO MARTES

HABLAMOS DEL MIEDO A LA VEJEZ

EL OCTAVO MARTES

HABLAMOS DEL DINERO EL NOVENO MARTES

HABLAMOS DE CÓMO PERDURA EL AMOR

EL DÉCIMO MARTES

HABLAMOS DEL MATRIMONIO

EL UNDÉCIMO MARTES

HABLAMOS DE NUESTRA CULTURA

EL AUDIOVISUAL, TERCERA PARTE

EL DUODÉCIMO MARTES

HABLAMOS DEL PERDÓN

EL DECIMOTERCER MARTES

HABLAMOS DEL DÍA PERFECTO

EL DECIMOCUARTO MARTES

NOS DECIMOS ADIÓS

GRADUACIÓN

CONCLUSIÓN

Agradecimientos

Quiero agradecer la enorme ayuda que he recibido para crear este libro. Deseo dar las gracias por sus recuerdos, por su paciencia y por su orientación, a Charlotte, Rob y Jonathan Schwartz, a Maurie Stein, a Charlie Derber, a Gordie Fellman, a David Schwartz, al rabino Al Axelrad y a la multitud de amigos y compañeros de Morrie. Quiero expresar también mi agradecimiento especial a Bill Thomas, mi editor, por haber llevado este proyecto con el toque preciso. Y, como siempre, mi aprecio a David Black, que suele tener más fe en mí que yo mismo.

Y gracias, sobre todo, a Morrie, por haber estado dispuesto a elaborar juntos esta última tesina. ¿Tuviste tú alguna vez un maestro así?

El plan de estudios

Mi viejo profesor impartió la última asignatura de su vida dando una clase semanal en su casa, junto a una ventana de su despacho, desde un lugar donde podía contemplar cómo se despojaba de sus hojas rosadas un pequeño hibisco. La clase se impartía los martes. Comenzaba después del desayuno. La asignatura era el Sentido de la Vida. Se impartía a partir de la experiencia propia.

No se daban notas, pero había exámenes orales cada semana. El alumno debía responder a varias preguntas, y debía formular preguntas por su cuenta. También debía realizar tareas físicas de vez en cuando, tales como levantar la cabeza del catedrático para dejarla en una postura cómoda sobre la almohada, o calarle bien las gafas en la nariz. Si le daba un beso de despedida, ganaba puntos adicionales.

No se necesitaba ningún libro, pero se cubrían muchos temas, entre ellos el amor, el trabajo, la comunidad, la familia, la vejez, el perdón y, por último, la muerte. La última lección fue breve, de sólo unas pocas palabras.

En lugar de ceremonia de graduación se celebró un funeral.

Aunque no hubo examen final, el alumno debía preparar un largo trabajo sobre lo que había aprendido. Aquí se presenta ese trabajo.

En la última asignatura de la vida de mi viejo profesor sólo había un alumno.

Ese alumno era yo.

Estamos a finales de la primavera de 1979, una tarde calurosa y húmeda de sábado. Somos centenares y estamos sentados juntos, lado a lado, en filas de sillas plegables de madera, en el prado principal del campus. Llevamos togas azules de nailon. Escuchamos con impaciencia los largos discursos. Cuando termina la ceremonia, tiramos los birretes al aire y ya somos oficialmente graduados universitarios, la última promoción de la Universidad de Brandeis, de la ciudad de Waltham, en Massachusetts. Para muchos de nosotros acaba de caer el telón sobre nuestra infancia.

Más tarde, busco a Morrie Schwartz, mi catedrático favorito, y se lo presento a mis padres. Es un hombre pequeño que camina a pasitos, como si en cualquier momento una ráfaga de viento fuerte pudiera arrastrarlo hasta las nubes. Vestido con su toga de las ceremonias de graduación, parece un cruce entre un profeta bíblico y un duende de árbol de Navidad. Tiene los ojos de color azul verdoso, chispeantes, el cabello plateado y ralo, que

le cae sobre la frente, las orejas grandes, la nariz triangular y matas de cejas canosas. Aunque tiene torcidos los dientes, y los inferiores están inclinados hacia atrás, como si alguien se los hubiera hundido de un puñetazo, cuando sonríe parece como si le acabaras de contar el primer chiste de la historia del mundo.

Cuenta a mis padres cómo me porté yo en cada una de las asignaturas que me impartió. Les dice: «Tienen aquí un muchacho especial». Avergonzado, me miro los pies. Antes de marcharnos, entrego a mi catedrático un regalo, un maletín de color cuero con sus iniciales en la parte delantera. Lo había comprado el día anterior en un centro comercial. No quería olvidarme de él. Quizás no quisiera que él se olvidase de mí.

-Mitch, eres de los buenos -dice, admirando el maletín. Después, me abraza. Siento sus brazos delgados alrededor de mi espalda. Soy más alto que él, y cuando me tiene en sus brazos me siento incómodo, más viejo, como si yo fuera el padre y él fuera el hijo.

Me pregunta si seguiré en contacto con él, y yo digo sin titubear:

-Por supuesto.

Cuando se aparta, veo que está llorando

El programa

de la asignatura

Le llegó su sentencia de muerte en el verano de 1994. Volviendo la vista atrás, Morrie ya supo mucho antes que se le venía encima algo malo. Lo supo el día en que dejó de bailar.

Mi viejo profesor siempre había sido bailarín. No le importaba con qué música. El rock and roll, el jazz de grandes orquestas, el blues: todo le encantaba. Cerraba los ojos y, con una sonrisa beatífica empezaba a moverse siguiendo su propio sentido del ritmo. No siempre era bonito. Pero, por otra parte, no se preocupaba de bailar con una pareja. Morrie bailaba solo.

Solía ir todos los miércoles por la noche a una iglesia que está en la plaza Harvard para asistir a lo que llamaban «Baile Gratis». Allí

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