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NACIDA INOCENTE


Enviado por   •  3 de Diciembre de 2013  •  2.400 Palabras (10 Páginas)  •  669 Visitas

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INTRODUCCION

ESTE LIBRO SE TRATA DE UNA MUCHACHA QUE SE LLAMA CHRIS DE 14 AÑOS. SU PAPÁ ES UN HOMBRE VIOLENTO Y SU MAMÁ ES UNA MUJER AMARGADA QUE SE ENTREGA ALAS BEBIDAS ELLOS ERAN UNA FAMILIA DISFUNCIONAL Y LA METEN A UN REFORMATORIO DONDE PASO DE SER UNA NIÑA INOCENTE A UNA REVELDE.

DESARROLLO DEL LIBRO

Capítulo 1

Es una pesadilla, se dijo Chris Parker una y otra vez. ¡Dios mío, que no sea más que una pesadilla! De un momento a otro voy a despertarme, y papá y mamá estarán otra vez peleándose a gritos en la habitación de al lado. Me taparé la cabeza con las mantas y fingiré que no me entero. Como siempre. Pero estaré en casa y en mi cama, y sabré que no es verdad esto que está pasando..., no es verdad..., no es a mí...

Formulaba estos ruegos sin palabras, intentando desesperadamente ver las cosas como ella quería, como hacía siempre que le daba una pesadilla. Pero esta vez no le salió bien. El duro contacto de las esposas que la unían al guardia, cuyo rostro parecía el de un espantajo de feria, era demasiado real. Las esposas le hacían daño, y en sus pesadillas nunca se hacía daño. Siempre soñaba con sombras oscuras que se movían, o le parecía caer a través del vacío, o se veía corriendo a lo largo de unos raíles, perseguida por el tren, y los pies iban haciéndosele de plomo hasta no poder continuar. Otras veces le ardían los ojos y no podía mantenerlos abiertos por más que lo intentase.

Pero nunca soñó que nada que le hiciera verdadero daño.

Cerró los ojos esperando a que el dolor desapareciera, más cuando volvió a abrirlos, las cosas seguían igual. Un airecillo cálido le acariciaba las mejillas, pero ella se echó a temblar. Su corazón latía con fuerza, y sintió crecer la náusea en la boca del estómago. Era lo que notaba siempre que tenía que escapar. Pero ahora no había ningún sitio a donde ir, ni modo alguno de soltarse. Se sintió como un ser diminuto e indefenso atrapado por una fuerza tremenda y fatal. Un ratón con su pata cogida en una trampa, una rana en manos de un muchacho que desconociera su propia fuerza, un forastero extraviado y agotado en los tiempos del viejo Oeste, cayendo accidentalmente en manos de una multitud enfurecida que lo arrastraba hacia la horca.

De súbito, el cerebro de Chris regresó a la realidad, y sus últimos jirones de esperanza en cuanto a estar soñando se desvanecieron, se evaporaron como el humo que hacía brotar la plancha de su madre. Cuando se cerró a sus espaldas, de un portazo, la entrada de la comisaría, dejó de notar el perfumado ambiente de la noche y se vio sumergida en una pesadilla real mucho más terrorífica de lo que nunca imaginó. Unos fluorescentes alumbraban con sus fríos rayos las paredes, pintadas de verde como en un hospital, a cuyo reflejo todos parecían malhumorados o enfermos.

Las botas del policía resonaron sobre las frías losas al recorrer el siniestro corredor. Un olor desagradable invadió el olfato de Chris; era una mezcla de desinfectante, humo rancio de cigarros, transpiración de sobacos y de pies sucios. Se estremeció otra vez cuando el guardia la hizo pasar por otra puerta, a una habitación donde siete personas más aguardaban en pie, con aire despistado y nervioso, delante de un pupitre. Detrás del mismo, sin gorra y con aspecto de necesitar un afeitado, un sargento apuntaba algo. Alzó la mirada con expresión de indiferencia cuando Chris fue introducida y situada a la derecha de los demás.

- ¿Los ficho a todos? -preguntó el sargento.

- A ésta no -replicó el polizonte que había traído a Chris, indicándola con el mismo gesto de la cabeza que un carnicero emplearía para señalar un costillar de ternera a un cliente.

- Ni a esas dos -intervino un funcionario que estaba al lado del sargento-. Llévatelas.

Apuntó con el pulgar a una mujer de mediana edad y mirada vidriosa, y a otra que debía andar por la treintena. Chris la miró y se preguntó qué habría hecho. Llevaba el pelo revuelto; su rostro era una máscara de rabia reprimida, y tenía los dedos índice y medio con manchas pardas de nicotina. Tal vez era una... aunque nadie pudiese adivinar sus pensamientos, le costaba formar la palabra en su mente, hasta que por fin se abrió paso hasta su conciencia como un súbito eructo en un lugar público, produciéndole idéntica sensación de vergüenza... una puta.

- Vamos -dijo el polizonte con una seña, tirando de Chris. No tuvo más remedio que seguirlo, con las otras dos mujeres cerrando la procesión, por otro corredor igualmente sórdido y frío, de cuyas paredes se desprendían tiras de sucia pintura verde como consecuencia de alguna antigua gotera. Alguna que otra bombilla eléctrica colgaba desnuda del techo.

Nadie habló mientras el guardia hacía pasar a Chris y a las dos mujeres adultas por una puerta situada al final del corredor, y que daba a otro pasillo tan desapacible como el anterior. Chris recordó todas esas películas de la televisión en que aparecen los presos conducidos a la celda de los condenados a muerte, y se estremeció una vez más, involuntariamente. Sus pensamientos fueron brutalmente interrumpidos por un tirón en su muñeca, y cuando levantó la mirada vio que el policía se había detenido frente a una puerta.

- Aquí es -dijo-. Tendremos que esperar el ascensor.

Apretó un botón y nadie dijo nada, mientras el gemido distante de un motor eléctrico anunciaba la lenta llegada del ascensor, que se le representó imaginariamente a Chris como una jaula colgada de un cable.

La puerta se abrió y el policía hizo entrar a las tres mujeres. Luego, sacándose un llavero del cinturón, abrió la anilla de las esposas de Chris que había cerrado en torno a su propia muñeca, y con un gesto brusco la fijó en una argolla de hierro que estaba en la pared del fondo del ascensor.

¿Por qué hacen todo esto conmigo?, se preguntó Chris reteniendo las lágrimas y lanzando disimuladamente ojeadas a los rostros de las dos mujeres, cuya expresión forzada no lograba ocultar del todo el odio que ardía en su interior. El ininterrumpido viaje del ascensor pareció durar siglos. Nadie habló mientras el guardia se hurgaba distraídamente la nariz, y la más joven de las dos presas, que estaba cerca de Chris, eructó esparciendo relentes agridulces de alcohol, ajo y muelas estropeadas. Chris apartó el rostro sin querer, y la furcia enseñó los dientes en una sonrisa sardónica.

- ¿Qué pasa contigo, pequeña? -silbó-. ¿Tienes remilgos, o algo así?

- Cierra el pico, muñeca -cortó el policía.

- ¡No me llames muñeca, cerdo! -replicó la otra. El ascensor se detuvo con un sobresalto

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