Pedro Y Juan
Enviado por monse1797 • 30 de Septiembre de 2014 • 14.187 Palabras (57 Páginas) • 242 Visitas
―Esto es una novela y aquello no lo es‖, me parece que está dotado de una perspicacia que se asemeja mucho a la
incompetencia.
Por lo general, este crítico entiende por novela una aventura más o menos verosímil, dispuesta como una obra teatral en
tres actos, de los que el primero contiene la exposición, el segundo la acción y el tercero el desenlace.
Este modo de componer es absolutamente admisible, pero a condición de que se acepten todos los demás.
¿Existen reglas para escribir una novela, fuera de las cuales una historia escrita debiera llamarse de otro modo?
Si Don Quijote es una novela, ¿no lo es también El rojo y el negro? Si El Conde de
Montecristo es una novela, ¿no lo es también L’assomoir? ¿Puede establecerse una comparación entre Las afinidades
colectivas de Goethe, Los tres mosqueteros de Dumas, Madame Bovary de Flaubert, El Señor de Camor de M.O. Feuillet
y Germinal de Zola? ¿Cuál de estas obras es una novela? ¿Cuáles son esas famosas reglas? ¿De dónde proceden?
¿Quién las ha establecido? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y de qué razonamientos?
No obstante, parece ser que esos críticos saben de una manera cierta, indudable, lo que constituye una novela y lo que la
distingue de otra que no lo es. Esto, sencillamente, significa que sin ser productores están agrupados en una escuela y
rechazan, a la manera de los mismos novelistas, todas las obras concebidas y realizadas fuera de su estética.
En cambio, lo que debería hacer un crítico inteligente es buscar aquello que menos se parece a las novelas ya escritas y
estimular todo lo posible a los jóvenes para que emprendan nuevos caminos.
Todos los escritores, Victor Hugo igual que Zola, han reclamado con insistencia el derecho absoluto, derecho indiscutible
de componer, es decir, de imaginar u observar de acuerdo con su concepto personal del arte. El talento procede de la
originalidad que es una manera especial de pensar, de ver, de comprender y de juzgar.
Así pues, el crítico que pretende definir la novela según la idea que de ella se ha forjado con arreglo a las novelas que
prefiere, y establecer ciertas reglas invariables de composición, luchará siempre contra un temperamento de artista que
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aporte un nuevo procedimiento. Un crítico totalmente merecedor de este nombre debería ser tan sólo un analista exento
de tendencias, de preferencias, de pasiones, etcétera, y apreciar tan sólo, al igual que un perito en pintura, el valor
artístico del objeto de arte que se le somete. Su comprensión, abierta a todo, debe absorber hasta tal punto su
personalidad, que pueda descubrir y alabar incluso los libros que no le satisfacen como hombre, pero que debe
comprender como juez.
Pero la mayor parte de los críticos no son, en realidad, más que lectores, y el resultado es que nos censuran casi siempre
erróneamente o que nos elogian sin reserva y sin tino.
El lector, que únicamente busca en un libro satisfacer la tendencia natural de su espíritu, pide al escritor que responda a
su gusto predominante y califica invariablemente como bien escrita la obra o el párrafo que agrada a su imaginación
idealista, alegre, picaresca, triste, soñadora o positiva.
En suma, el público está compuesto por numerosos grupos que nos gritan:
«Consoladme.»
«Distraedme.»
«Entristecedme.»
«Enternecedme.»
«Hacedme soñar.»
«Hacedme reír.»
«Haced que me estremezca.»
«Hacedme llorar.»
«Hacedme pensar.»
Tan sólo algunos espíritus selectos piden al artista:
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«Escribid algo bello, en la forma que mejor os cuadre, según vuestro temperamento.»
El artista lo intenta y triunfa o fracasa.
El crítico sólo debe apreciar el resultado con arreglo a la naturaleza del esfuerzo; y no le asiste el derecho a preocuparse
de las tendencias.
Esto se ha escrito ya mil veces, pero habrá que seguir repitiéndolo.
Así pues, tras las escuelas literarias que han querido darnos una visión deformada, sobrehumana, poética,
enternecedora, encantadora o soberbia de la vida, vino una escuela realista o naturalista que pretendió indicarnos la
verdad, nada más que la verdad y toda la verdad.
Es preciso admitir con el mismo interés esas teorías de arte tan diferentes y juzgar las obras que producen únicamente
desde el punto de vista de su valor artístico, aceptando a priori las ideas generales que les han dado vida.
Discutir el derecho que asiste a un escritor para hacer una obra poética o realista es quererle forzar a modificar su
temperamento, recusar su originalidad y no permitirle utilizar la visión y la inteligencia que le proporcionó la naturaleza.
Echarle en cara que vea las cosas hermosas o feas, pequeñas o épicas, graciosas o siniestras, es como reprocharle
estar configurado de tal o cual manera y no tener una visión que concuerde con la nuestra.
Dejémosle en libertad para comprender, observar, concebir como guste, mientras sea un artista. Procuremos exaltarnos
poéticamente para juzgar a un idealista y demostrémosle que su sueño es mezquino, trivial, no lo bastante extravagante
o magnífico. Pero si juzgamos a un naturalista, indiquémosle en qué difiere la verdad de la vida de la verdad de su libro.
Es evidente que tan distintas escuelas han debido emplear procedimientos de composición totalmente opuestos.
El novelista que transforma la verdad constante, brutal y desagradable, para lograr una aventura excepcional y seductora,
debe, sin preocuparse demasiado por la verosimilitud, manejar a su antojo los acontecimientos, prepararlos y arreglarlos
para complacer al lector, emocionarle o enternecerle. El plan de su novela no es más que una serie de combinaciones
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ingeniosas que conducen con habilidad al desenlace. Los incidentes se disponen y dirigen hacia el punto culminante, y el
resultado final, que es un acontecimiento capital y decisivo, debe satisfacer todas las curiosidades excitadas al principio,
poniendo un límite al interés y acabando de una manera tan completa la historia relatada, que ya no se desee saber qué
les ocurrirá en el futuro a los personajes más sobresalientes.
En cambio, el novelista que pretende
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