Primer Capítulo El Juego Del Ángel
Enviado por diegofn92 • 21 de Noviembre de 2013 • 2.287 Palabras (10 Páginas) • 338 Visitas
Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta
unas monedas o un elogio a cambio de una
historia. Nunca olvida la primera vez que siente
el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si
consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño
de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza,
un plato caliente al final del día y lo que más anhela:
su nombre impreso en un miserable pedazo de papel
que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado
a recordar ese momento, porque para entonces
ya está perdido y su alma tiene precio.
Mi primera vez llegó un lejano día de diciembre de
1917. Tenía por entonces diecisiete años y trabajaba en
La Voz de la Industria, un periódico venido a menos que
languidecía en un cavernoso edificio que antaño había
albergado una fábrica de ácido sulfúrico y cuyos muros
aún rezumaban aquel vapor corrosivo que carcomía el
mobiliario, la ropa, el ánimo y hasta la suela de los zapatos.
La sede del diario se alzaba tras el bosque de ángeles
y cruces del cementerio del Pueblo Nuevo, y de lejos su
silueta se confundía con la de los panteones recortados
sobre un horizonte apuñalado por centenares de chime-
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neas y fábricas que tejían un perpetuo crepúsculo de escarlata
y negro sobre Barcelona.
La noche en que iba a cambiar el rumbo de mi vida,
el subdirector del periódico, don Basilio Moragas, tuvo a
bien convocarme poco antes del cierre en el oscuro cubículo
enclavado al fondo de la redacción que hacía las
veces de despacho y de fumadero de habanos. Don Basilio
era un hombre de aspecto feroz y bigotes frondosos
que no se andaba con ñoñerías y suscribía la teoría de
que un uso liberal de adverbios y la adjetivación excesiva
eran cosa de pervertidos y gentes con deficiencias vitamínicas.
Si descubría a un redactor proclive a la prosa florida
lo enviaba tres semanas a componer esquelas funerarias.
Si, tras la purga, el individuo reincidía, don Basilio
lo apuntaba a la sección de labores del hogar a perpetuidad.
Todos le teníamos pavor, y él lo sabía.
—Don Basilio, ¿me ha hecho usted llamar? —ofrecí
tímidamente.
El subdirector me miró de reojo. Me adentré en el
despacho que olía a sudor y a tabaco, por este orden.
Don Basilio ignoró mi presencia y siguió repasando uno
de los artículos que tenía sobre el escritorio, lápiz rojo en
mano. Durante un par de minutos, el subdirector ametralló
a correcciones, cuando no amputaciones, el texto,
mascullando exabruptos como si yo no estuviese allí. Sin
saber qué hacer, advertí que había una silla apostada contra
la pared e hice ademán de tomar asiento.
—¿Quién le ha dicho que se siente? —murmuró don
Basilio sin levantar la vista del texto.
Me incorporé a toda prisa y contuve la respiración. El
subdirector suspiró, dejó caer su lápiz rojo y se reclinó en su
butaca para examinarme como si fuese un trasto inservible.
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—Me han dicho que usted escribe, Martín.
Tragué saliva, y cuando abrí la boca emergió un ridículo
hilo de voz.
—Un poco, bueno, no sé, quiero decir que, bueno, sí,
escribo…
—Confío en que lo haga mejor de lo que habla. ¿Y
qué escribe usted?, si no es mucho preguntar.
—Historias policíacas. Me refiero a…
—Ya pillo la idea.
La mirada que me dedicó don Basilio fue impagable.
Si le hubiese dicho que me dedicaba a hacer figurillas de
pesebre con estiércol fresco le hubiera arrancado el triple
de entusiasmo. Suspiró de nuevo y se encogió de
hombros.
—Vidal dice que no es usted del todo malo. Que destaca.
Claro que, con la competencia que hay por estos lares,
tampoco hace falta correr mucho. Pero si Vidal lo dice.
Pedro Vidal era la pluma estrella en La Voz de la Industria.
Escribía una columna semanal de sucesos que constituía
la única pieza que merecía leerse en todo el periódico,
y era el autor de una docena de novelas de intriga
sobre gánsters del Raval en contubernio de alcoba con damas
de la alta sociedad que habían alcanzado una modesta
popularidad. Enfundado siempre en impecables trajes
de seda y relucientes mocasines italianos, Vidal tenía las
trazas y el gesto de un galán de sesión de tarde, con su cabello
rubio siempre bien peinado, su bigote a lápiz y la
sonrisa fácil y generosa de quien se siente a gusto en su
piel y en el mundo. Procedía de una dinastía de indianos
que habían hecho fortuna en las Américas con el negocio
del azúcar y que, a su regreso, habían hincado el diente
en la suculenta tajada de la electrificación de la ciudad.
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Su padre, el patriarca del clan, era uno de los accionistas
mayoritarios del periódico, y don Pedro utilizaba la redacción
como patio de juego para matar el tedio de no
haber trabajado por necesidad un solo día en toda su
vida. Poco importaba que el diario perdiese dinero de la
misma manera que los nuevos automóviles que empezaban
a corretear por las calles de Barcelona perdían aceite:
con abundancia de títulos nobiliarios, la dinastía de los
Vidal se dedicaba ahora a coleccionar en el Ensanche
bancos y solares del tamaño de pequeños principados.
Pedro Vidal fue el primero a quien mostré los esbozos
que escribía cuando apenas era un crío y trabajaba llevando
cafés y cigarrillos por la redacción. Siempre tuvo
tiempo para mí, para leer mis escritos y darme buenos
consejos. Con el tiempo me convirtió en su ayudante y
me permitió mecanografiar sus textos. Fue él quien me
dijo que si deseaba apostarme el destino en la ruleta rusa
de la literatura, estaba dispuesto a ayudarme y a guiar mis
primeros pasos. Fiel a su palabra, me lanzaba ahora a las
garras de don Basilio, el cancerbero del periódico.
—Vidal es un sentimental que todavía cree en esas leyendas
profundamente antiespañolas como la meritocracia
o el dar oportunidades al que las merece y no al
enchufado de turno. Forrado como está, ya puede permitirse
ir de lírico por el mundo. Si yo tuviese una centésima
parte
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