Somos Dos
Enviado por osito explosivo • 30 de Abril de 2024 • Biografía • 2.262 Palabras (10 Páginas) • 41 Visitas
Somos Dos
Alguna vez en la historia de la eternidad existió un hombre cuyo nombre no se sabe, del que nunca se habló, y del que nunca se hablará. Pero del que se habló, se habla, y se hablará por los siglos de los siglos. Se puede decir que estaba en todas partes, pero no era omnipresente, que lo sabía todo, pero no era omnisciente, que lo podía todo, o bueno, casi.
Esta vez nos situamos por allá arriba del tercer milenio después de Cristo, donde en algún lugar y en algún instante, los rezagos de las vidas pasadas de un Hombre comienzan a manifestarse. Él reencarna lo que alguna vez fue necesario pero que se ha venido olvidando con el pasar de los años: la curiosidad. En un mundo donde todo está hecho, donde no existe la necesidad y hasta los más inútiles inventos ya fueron inventados, la curiosidad pierde todo su sentido. Cualquier hombre -y entre ellos, nuestro Hombre- se levanta por la mañana y lo tiene todo resuelto: luz, agua, comida, aposento; cinco pares de zapatos, cinco camisas y cinco pantalones, un abrigo, y bolitas de gel al interior de sus bolsillos para absorber la humedad. Cualquier hombre camina unos pasos hasta su cocina y cocina huevos y salchichas en un fuego que tardó más de tres siglos en ser descubierto. Sale de su casa y se monta a un vehículo que se mueve por sí solo -lo que para Aristóteles hubiese sido un misterio de incontables horas de reflexión, para cualquier hombre hace parte de la cotidianidad del día a día-. Nuestro hombre llega al lugar donde transcurre más de ocho horas para seguir postergando su vida sin propósito alguno más que seguir postergándola. Se percata de que todos esos ridículos accesorios alrededor suyo son solo indicios de necesidades falsas, para personas inútiles que mediocremente se sienten felices y dueños del mañana por vivir rodeados de esas comodidades. Reflexiona. La curiosidad lo llevó a sufrir la agonía de descubrir que todo ya está resuelto. Él sabe que no es Dios, y que es más bien un esclavo, un esclavo de si mismo, de una vida cuyo propósito se reduce a la nada: no hay reto, no hay camino. Pero no se dejen confundir, este relato no trata de hacer conciencia al lector, y tampoco es una crítica a la sociedad. Este relato se trata de un solo hombre, de la vida de un hombre que, abatido por sus reflexiones, se acuesta a dormir.
¡Qué maravilloso mundo son los sueños, cuya naturaleza parece desafiar la lógica y la ley! Nuestro hombre se halla ahora recorriendo una de las figuras imposibles que Escher alguna vez dibujó. Al final del triángulo imposible, está el camino imposible, con cuatro escaleras que suben y suben y suben hasta terminar abajo. En su escalada encuentra una puerta. La abre. Lo que se vislumbra detrás no parece ser tan imposible como aquellos mágicos senderos que recorría hace un instante. Se sitúa más bien en un mundo de castillos y caballos, de olores nauseabundos que abundan por las calles, con ratones caminando encima de los puestos de frutas de algún joven mal vestido. De manera inercial, El Hombre camina hasta encontrar un castillo, en el cual entra sin ningún problema. El estilo ba-rococó de la corte lo sitúa en un 1700 d.C., pero no sabe con exactitud las decenas del milenio. El hombre inspecciona el lugar, y luego vuelve a salir. Una tormenta se avecina, y nuevamente, de forma prácticamente inercial, busca aposento. Está ahora en un cuarto, posado sobre una ventana. Una obscuridad prácticamente absoluta se avecina tras la tormenta, y en la penumbra se detiene y piensa: “No hay electricidad, y todos en este lugar, incluido yo, la necesitamos… Bueno, quizá pueda enseñarles un pequeño truco que aprendí en la escuela, me creerán un erudito.” El Hombre tomó unos palitos, cuerda, tela y una llave. En la siguiente escena camina con una multitud detrás, y en cámara lenta echa una cometa a volar. Se despierta.
“Qué clase de sueño acabo de tener… ¡Era Benjamin Franklin y ni siquiera lo sabía! Vaya… Los sueños si que son una complicada maraña que mi entendimiento aún no logra resolver…”
Nuestro hombre -ahora entusiasta- ansía el final del día para viajar al soporífero mundo que lo cautiva por su inexplicable naturaleza. Es entonces cuando vuelve a dormir. Cruza nuevamente las intrigantes figuras y los inexplicables caminos que nuestra percepción asimila como imposibles. Allá no hay vista alzada, ni lateral izquierda ni lateral derecha, no hay planta inferior ni superior, no hay figura isométrica, ni punto de fuga. El hombre recuerda a Berkeley, pues ahora entiende su doctrina. Cruza la puerta, y ahora es alguien más.
Así pasaron sus días y sus noches, y así se le pasó la vida, ansiando penetrar las sombras para sumergirse en los sueños. Cualquier hombre diría que despertase, que su idílico mundo se explica como una compleja interacción de circuitos eléctricos al interior del cerebro. Pero nuestro hombre no es así. Él, quizá por miedo o arrogancia, no quiere reducirse a una versión químicamente materialista del ser. Él ya ha descubierto la mediocridad implícita detrás del paradigma de su generación, y se burla de aquellos que gracias a esto se creen Dios. Por eso se desdobla, y vuela, y cruza los laberintos imposibles, porque ahí, donde no hay perspectiva sino entendimiento absoluto, él es Dios.
Berkeley ya lo sabía. Él ya lo sabía.
Pasaron los años y El Hombre ya había sido protagonista de muchísimos instantes de lucidez en la historia de la humanidad. En un principio, Benjamín Franklin, luego Michael Faraday, Tesla, Maxwell, e incluso Einstein. También había sido un faraón, y el Rey David. Incluso unas veces era un esclavo, un pordiosero, aquel anónimo que inventó la rueda, o simplemente un muchacho enamorado queriendo conseguir una flor amarilla. Siempre, en la mañana, cuando nuestro hombre no era ellos, sino que era él, recordaba vagamente sus lúcidas experiencias. Si bien muchas veces utilizó su conocimiento aprendido en la tierra para enseñarlo en el mundo de los sueños, había ocasiones donde encarnaba personajes de tan alto calibre que la idea de que sus aventuras eran únicamente sueños se reforzaba, pues no podía -ni pretendía- explicar cómo era posible que supiese cosas tan impresionantes, pero que, con la salida del sol, al abrir los ojos, las olvidara. Una frágil nostalgia se apoderaba de su cuerpo, y la impotencia y la ira de solo poder ser alguien -y más que nada de solo poder “crear algo”- a través de los sueños, le carcomía por dentro.
Un día, vagando por las calles de la ciudad de Buenos Aires, nuestro hombre lo entendió todo. Sí, sí, lo entendió todo. El Hombre entendió el misterio mejor guardado y más complejo de la naturaleza de la eternidad. Desmayó.
Antes de explicar qué sucedió aquella tarde, es necesario dejar en claro que su experiencia se equipara con visualizar una obra de arte que conmueve, o con mirar cara a cara a la persona que se ama. Las palabras no pueden encarnar aquellos instantes, pero si los pueden imitar. Al hacerlo y al describirlos los reducen, los limitan y los filtran a un medio de comprensión para el que no es uno (es decir, el de la experiencia), lo hacen para el resto. Es por esto que este discurso pretende explicar la verosimilitud de la experiencia de nuestro hombre, más no pretende comprobarla bajo ningún método además de la palabra por si misma. No puedo afirmar que todos nosotros somos el resto, ni que nunca lo vayamos a entender en su totalidad, porque si bien algunos de nosotros lo somos, los otros están destinados a entenderlo. No se preocupen, ya sabrán el porqué.
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