Tema- El último Tren
Enviado por ivanparadacs • 26 de Agosto de 2016 • Trabajo • 3.252 Palabras (14 Páginas) • 277 Visitas
EL ÚLTIMO TREN
La lluvia cae con fuerza. La plaza de Longaví está desierta, algunos faroles iluminan entre la tormenta. Mi abuelo está conmigo bien abrigado, sólo deja ver sus cansados ojos negros y algunas arrugas de sus mejillas desgastadas. Sigo su caminar pausado, nos dirigimos pacientemente al poniente del pueblo. El olor a humedad y café recién preparado acarician mi nariz, llueve mucho pero no nos importa, en el campo se acostumbra a andar mojado y esto se disfruta.
- ¿Por qué no viajamos en bus? —. Le pregunto con tono protestante. Se tomó un segundo para contestar.
- Viajo en tren porque me recuerda mi niñez, me hace remontar al pasado y siempre he sentido aprecio por lo rieles.
- ¿Los rieles? — pregunto sorprendido —. Son helados e inertes, ¿qué tienen de especial?
- Samuel, en algún momento de tu vida rechazarás lo cotidiano, lo normal, lo fácil y buscarás la belleza de lo difícil, lo duro, lo complejo, ya que lo fácil se olvida rápidamente, lo difícil jamás se olvidará.
Siempre los comentarios y reflexiones de mi abuelo me sorprenden, claramente la vida lo ha dotado de sabiduría. Continuamos caminando en silencio hasta la vieja estación de trenes. La antigua casona de madera nos espera vacía, el color del amanecer le da un tono pálido, le entrega un aire nostálgico, digna de una postal antigua. Mi abuelo se aleja de mi lado, se retira de la protección del tejado y deja que la lluvia le moje el rostro, no lo interrumpo sólo lo observo inmóvil, ¿por qué hará eso? Sonríe al cielo y vuelve a mi lado mientras algunas personas se acercan a la estación luego de escuchar el inconfundible sonido del tren. — ¡A Santiago! —. Gritó el encargado de la estación y fuimos abordando la gigantesca oruga mecánica. Nuestro vagón era elegante, asientos de color rojo y negro, porta equipaje de madera y pasillo alfombrado. Noté de inmediato que la gente que nos acompañaba en nuestro largo viaje era mayoritariamente adulto mayor, por sus abrigos y boinas, por sus guantes, zapatos de gamuza, por sus bufandas y canastas de mimbre.
La lluvia siguió golpeando despiadadamente los cristales, a mi abuelo le gusta viajar junto a la ventana pues dice que puede ver en plenitud el paisaje, no me opongo, aunque sé que en algunos minutos estará profundamente dormido. El tren comienza a moverse y yo comienzo a descontar las horas que nos separan de la capital. Este viaje no es muy grato para mí, debo acompañar a mi abuelo, pues se realizará un chequeo general de salud, ciertamente a su avanzada edad no se le ha manifestado ninguna enfermedad, pero dice que cada día siente menos energía y esto nos preocupa de sobremanera. Pasa el inspector y revisa nuestros boletos, me acomodo para comenzar a dormir, pero me llama la atención que mi abuelo este totalmente despierto.
- Quiero que escribas algo — me dice —. Sé que te gusta escribir, puede que hagas una buena historia —. Yo tomé mi libreta y ansioso busqué una hoja en blanco, mi abuelo suspiró profundamente, se acomodó y comenzó con su relato…
Todo empezó en Noviembre… en aquel entonces yo era un muchacho bien bruto y con poco talento para la vida, recién había salido de mi servicio militar… trabajaba junto a mis hermanos en la parcela, aquí mismo en Longaví. Hacíamos labores del campo tales como cuidar el ganado, cosechar las plantaciones, regar el sembradío. Según mi padre (tu bisabuelo) era el más encachao de los hermanos, pero el más lento de cabeza, aunque para trabajar no necesitas pensar mucho, necesitas ser bueno para el azadón, la horqueta y yo si era duro para eso. Nos fue bien después de la reforma agraria, tan bien que mi padre se compró un viejo tractor a manivela, echaba más humo de lo que se movía, pero era importante para las labores del campo. Un día, tratando de sacar una vaca empantanada, lo descompusimos y quedó detenido por varias semanas.
- ¡Fabián! — dijo mi padre con voz dura y severa —. Mañana iras a Rancagua en tren, allá te esperara tu tío Pedro y te dará los repuestos para el tractor, ya que por aquí no están. Lo único que debes hacer es recibir el repuesto y regresar a Longaví ¿Está claro?
- ¡Como mande! —respondí —. Pero yo nunca he andado en tren —. Continúe.
- Cuando el maquinista diga Rancagua tú te bajas, eso es todo.
Me puse el sombrero y seguí escarbando porotos, al acostarme estaba nervioso, ¿y si se me olvida el nombre de la ciudad? ¿Cómo se llamaba?... ¿Y si me quedo dormido? Esa noche no dormí nada. Al día siguiente mi padre me vino a dejar a la estación de Longaví en carretela. En la estación habló con el maquinista del tren.
- ¡Bájeme a este rotito en Rancagua por favor! —. Le dijo.
- No se preocupe caballero, allá lo dejaremos —. Contestó el maquinista — Mi padre me tomó del brazo, me subió al tren y me sentó. Yo sentía puras ganas de llorar.
- Bájate en Rancagua Fabián, no me vallas a fallar —. Me advirtió.
- Como mande señor.
- Yo estaré esperándote en la tarde aquí mismo hijo ¡ya eres un hombre, compórtate como tal!
Cuando mi padre se bajó, me dieron unas ganas de seguirlo, pero el tren ya se movía y no había vuelta atrás. Lloré por lo menos hasta Linares, pero lloré para dentro como lloran los hombres. Cuando el tren llegó a la estación de Linares, subió harta gente y yo estaba preocupado. Me preguntaba si esa ciudad ya era Rancagua. Subió un vendedor ofreciendo charqui, le compré un poco y le consulté si ya estábamos en Rancagua, él me dijo que faltaba mucho, por lo menos cuatro horas. Fue entonces cuando ella apareció. Llevaba un traje negro bien acinturado, con una pañoleta morada en su cuello, su cabello era negro estaba bien trenzado. Se sentó a mi lado y sacó un pequeño libro, yo la miraba con cara de asustado, ella intentaba ignorarme. Aún recuerdo la primera pregunta que le hice.
- ¿Señorita, quiere charqui? — ella no me respondió y siguió hojeando su libro, pero no me rendí — ¿Señorita, usted conoce Rancagua? —. Insistí.
- Si joven, yo vivo allá —. Me contestó amablemente y me miró de reojo, de seguro se sorprendió de mi pinta, camisa a cuadrillé roja, pantalones de tela arremangados con rodillera, suspensores, chupalla y hojotas.
- ¿Y conoce a mi tío Pedro? — pregunté —. Se sonrojó y tapó su boca para ocultar su risa
- Existen muchos Pedros en Rancagua joven —. Respondió y volvió a leer su libro.
- Me llamo Fabián para servirle —. Ni me miró — vivo en Longaví y tengo dos potrancas, una negra y una colorá —. Volvió a reír — ¿Y usted como se llama señorita?
- No le puedo decir mi nombre joven, usted es un desconocido —. Respondió seriamente aunque sus mejillas se enrojecieron.
- Bueno pues, yo ya me presenté. Vivo con mi madre y padre, no soy nada de estudiao pero soy duro para trabajar la tierra —. Continúe.
Ella intentaba ignorarme, cubría con su pañuelo su boca, intentaba ponerse seria, miraba hacia otro lado, pero yo sabía que la había sorprendido. Sus ojos eran redondos y oscuros, blanco, su boca era pequeña y su nariz puntiaguda. Yo sentía ganas de besarla, pero en esos tiempos las cosas no eran como hoy en día.
- ¿De qué se ríe tanto señorita? —. Le pregunté con tono serio.
- No me mal interprete joven, me río de lo que dijo… ¿No le gustaría saber a qué me dedico?
- ¡Claro que me interesa y mucho!
- Soy profesora —. Me confesó.
- ¡Usted es estudiá! —. Grité causando la risa de algunos pasajeros.
El viaje continuó, yo la escuchaba atentamente, a veces la interrumpía con una pregunta graciosa o alguna tontera. Llegamos a la estación de San Javier y allí le compré empanadillas; en Talca, ella compró el diario y me leyó algunas noticias. En Curicó, me sujetó pues yo quería bajarme pensando que era Rancagua, más de veinte veces le pregunte el nombre y nunca me contestó, yo lo imaginaba… Podría ser Georgina, Ana Luisa, Gabriela, Carmen. Me imaginé muchos nombres, me sentía como atontado, como un niño.
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