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Una Ciudad Flotante


Enviado por   •  29 de Octubre de 2013  •  36.931 Palabras (148 Páginas)  •  424 Visitas

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Julio Verne

Una ciudad flotante

CAPÍTULO PRIMERO

Llegué a Liverpool el 18 marzo de 1867. El Great Eastern debía zarpar a los pocos días para Nueva York, y acababa de tomar pasaje a su bordo. Viaje de aficionado, ni más ni me¬nos. Me entusiasmaba la idea de atravesar el Atlántico sobre aquel gigantesco barco. Contaba con visitar el norte de Amé¬rica, pero esto era sólo accesorio. El Great Eastern ante todo; el país celebrado por Cooper, después. En efecto, el buque de vapor a que me refiero es una obra maestra de arquitectura naval. Es más que un barco, es una ciudad flotante, un pedazo de condado desprendido del suelo inglés y que, después, de haber atravesado el mar, debía soldarse al continente americano. Me figuraba aquella masa enorme arrastrada sobre las olas, su lucha con los vientos a quienes desafía, su audacia ante el importante mar, su indiferencia a las expresadas olas, su estabilidad en medio del elemento que sacude, como si fueran botes, los Wario y los Sollerino. Pero mi imaginación se quedó corta. Durante mi travesía, vi todas estas cosas y otras muchas que no son del dominio marítimo. Siendo el Great Eastern no sólo una máquina náu¬tica, sino un microscopio, pues lleva un mundo consigo, nada tiene de extraño que en él se encuentren, como en otro teatro más vasto, todos los instintos, todas las pasiones, todo el ridículo de los hombres.

Al dejar la estación me dirigí a la fonda de Adephi. La partida del Great Eastern estaba anunciada para el 30 de marzo, pero, deseando presenciar los últimos preparativos. pedí permiso al capitán Anderson, comandante del buque; para instalarme desde luego a bordo. El capitán accedió con mucha finura.

Bajé al día siguiente, hacia los fondeaderos que f orman una doble fila de docks en las orillas del Mersey. Los puentes giratorios me permitieron llegar al muelle de New Prince, especie de balsa móvil que sigue los movimientos de la marea y que sirve de embarcadero a los numerosos botes que hacen el servicio de Birkenhead, anejo de Liverpool, situado en la orilla izquierda del Mersey.

Este Mersey, como el Támesis, es un insignificante curso de agua, indigno del nombre de río, aunque desemboca en el mar. Es una vasta depresión del suelo, llena de agua, un ver¬dadero agujero, propio por su profundidad, para recibir bu¬ques del mayor calado, tales como el Great Eastern, a quien están rigurosamente vedados casi todos los puertos del mun¬do. Gracias a su disposición natural, esos dos riachuelos, el Támesis y el Mersey, han visto fundarse en sus desembo¬caduras dos inmensas ciudades mercantiles, Londres y Liver¬pool; por idénticas causas existe Glasgow sobre el riachuelo Clyde.

En la cala de New Prince se estaba calentando un ténder, pequeño barco de vapor dedicado al servicio del Great Eas¬tern. Me instalé sobre su cubierta, ya llena de trabajadores que se dirigían a bordo del gigantesco buque. Cuando esta¬ban dando las siete de la mañana en la torre Victoria, largó el ténder sus amarras y siguió a gran velocidad la ola ascen¬dente del Mersey.

Apenas había desatracado, reparé en un joven que quedaba en la cala, su estatura era elevada y su fisonomía arísto¬crática era la que distingue al oficial inglés. Me pareció re-conocer en él a uno de mis amigos, capitán del ejército de la India, a quien no había visto hacía muchos años. Pero sin duda me engañaba, pues el capitán Macelwin no podía haber regresado de Bombay sin que yo lo supiera. Además, Macel¬win era un muchacho alegre, un compañero divertido, y el personaje que estaba ante mis ojos parecía triste y como abrumado por un dolor secreto La rapidez con que se alejaba el ténder hizo que muy pronto se desvaneciera la impre¬sión producida en mi mente por aquella semejanza.

El Great Eastern se hallaba anclado a unas tres millas más arriba, a la altura de las primeras casas de Liverpool. Desde el muelle de New Prince era imposible verlo. No lo distinguí hasta que llegamos al primer recodo del río. Su im¬ponente mole parecía un islote medio dibujado entre la bru¬ma. Se nos presentaba de proa, pero el ténder lo rodeó y pronto pude ver toda su longitud. Me pareció lo que era: ¡enorme! Tres o cuatro «carboneros» arrimados a él, vertían en su interior, por las aberturas practicadas sobre la línea de flotación, su cargamento de carbón de piedra. Junto al Great Eastern aquellas fragatas parecían lanchas. Sus chi¬meneas no llegaban a la primera línea de portas de luz prac¬ticadas en su casco; sus masteleros de juanete no pasaban de sus bordas. El gigante hubiera podido colgarlas de sus pes¬cantes, como botes de vapor.

Entretanto, el ténder se acercaba y pasó bajo el estrave derecho del Great Eastern, cuyas cadenas se estiraban vio¬lentamente por el empuje de las olas, y atracó a su banda de babor, al pie de la ancha escalera que serpenteaba por sus costados. La cubierta del ténder apenas alcanzaba la línea de flotación del coloso, línea que debía llegar al agua cuando la carga fuera completa, pero que aún se hallaba dos metros por encima de las olas.

Mientras los trabajadores desembarcaban presurosos y trepaban por los tramos de la escalera del buque, yo, con el cuerpo echado hacia atrás y la cabeza aún más echada atrás que el cuerpo, como un viajero veraniego que mira un edi¬ficio elevado, contemplaba las ruedas del Great Eastern.

Vistas de lado, parecían flacas, escuálidas, aunque la lon¬gitud de sus palas fuera de cuatro metros; pero de frente presentaba un aspecto monumental. Su elegante armadura, la disposición de su sólido cubo, punto de apoyo de todo el sistema, sus puntales cruzados, destinados a mantener la separación de la triple llanta, aquella aureola de rayos encar¬nados, aquel mecanismo medio perdido en la sombra de los anchos tambores que coronaban el aparato, todo aquel con¬junto impresionaba el ánimo y evocaba la idea de alguna po¬tencia huraña y misteriosa.

¡Con qué energía, aquellas palas de madera, tan vigorosa¬mente encajadas, debían azotar las aguas que, en aquellos momentos, el flujo rompía contra ellas! ¡Qué hervor el de las líquidas ondas, cuando aquel poderoso artificio las sacu¬diera, golpe tras golpe! ¡Qué de truenos en la caverna de aquellos tambores, cuando el Great Eastern marchaba a todo vapor, al impulso de aquellas ruedas de 53 pies de diámetro y 160 de circunferencia, de 90 toneladas de peso y movién¬dose con la velocidad de 11 vueltas por minuto!

Los pasajeros del ténder habían desembarcado; puse el pie en los calados escalones de hierro, y algunos instantes después, me hallaba a bordo del Great Eastern.

CAPÍTULO II

La cubierta aún no era mas que un inmenso astillero entregado a un ejército de trabajadores. No podía conven¬cerme de que

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