El Hombre Y Lavivoera
Enviado por candace028 • 18 de Noviembre de 2012 • 2.235 Palabras (9 Páginas) • 300 Visitas
Es sabido de antiguo, y ningún hombre sensato e ilustrado se atreverá
a negarlo, que los ojos de la serpiente tienen poderes magnéticos.
Quienes afrontan su mirada se sienten arrastrados hacia ella, a pesar
de su voluntad, y terminan sucumbiendo miserablemente a su fatal
mordedura.
En bata y pantuflas, recostado cómodamente en un sofá, Harker Brayton
sonrió al leer la frase precitada en las viejas Maravillas de la
ciencia, de Morryster. "La única maravilla -se dijo a sí mismo- es que
los hombres sensatos e ilustrados del tiempo de Morryster hayan creído
en semejante pamplina, que hoy rechaza hasta el más ignorante."
Pensó en ello -porque Brayton era un hombre reflexivo- e
inconscientemente bajó el libro sin cambiar la dirección de su mirada.
No bien bajó el libro, que se interponía entre sus ojos y el rincón
oscuro de la habitación, algo le llamó la atención.
En la sombra, junto a la parte inferior de la cama, vio dos puntitos
luminosos a una pulgada de distancia uno de otro. Bien podían ser el
reflejo del mechero de gas, que tenía encima, en las cabezas de dos
clavos de metal. No hizo caso y prosiguió leyendo. Momentos después,
por algún impulso que no se le ocurrió analizar, bajó de nuevo el libro
en busca de lo que había visto antes. Los puntos de luz continuaban
allí, más resplandecientes, con un fulgor verdoso que no había
observado al principio. Era posible, también, que se hubieran movido,
estaban un poco más cerca... pero la sombra todavía muy espesa ocultaba
su naturaleza y origen a una atención indolente, y Brayton reanudó su
lectura.
De pronto algo en la lectura le sugirió un pensamiento que le hizo
sobresaltar. Bajó por tercera vez el libro, lo apoyó en el borde del
sofá. Entonces el libro escapó de su mano y cayó al suelo, con la
contratapa hacia arriba. Brayton, incorporado a medias, escrutaba la
sombra acumulada debajo de la cama, allí donde brillaban los puntos de
luz con redoblado fulgor. Ahora su atención se había despertado del
todo, su mirada era ansiosa, imperativa. Descubrió, casi justo a los
pies de la cama, los anillos de una gruesa serpiente: ¡aquellos puntos
de luz eran sus ojos! Por delante de los anillos recónditos, se erguía
la horrible cabeza que descansaba, horizontal y chata, en la vuelta más
alta de la espiral. Esa cabeza apuntaba hacia él. El contorno de la
mandíbula, ancha, brutal, y de la estúpida frente señalaban la
dirección de su perversa mirada. Ya los ojos no eran meros puntos de
luz. Estaban clavados en los suyos con una intención, una maligna
intención.
II
El hallazgo de una víbora en el dormitorio de una casa de la ciudad -
una lujosa casa de una ciudad moderna- no es, por suerte, un hecho tan
común que no requiera explicación. Harker Brayton, hombre de treinta y
cinco años, soltero, estudioso, desocupado, con alguna afición a los
deportes, rico, sano, simpático, había vuelto a San Francisco después
de un extenso viaje por comarcas remotas y exóticas. Como sus gustos,
que siempre fueron un poco sibaritas, se habían exacerbado con tantos
meses de forzado ascetismo, y ni siquiera el Castle Hotel de San
Francisco pudiera satisfacerlos, aceptó de buena gana la hospitalidad
de su amigo el doctor Druring, un distinguido hombre de ciencia. La
casa del doctor Druring, grande y anticuada, en lo que había pasado a
ser un modesto suburbio de la ciudad, tenía un aspecto exterior y
visible de orgullosa reserva. No era posible asociarla con las demás
casas del barrio, ahora tan venido a menos, y daba la impresión de
haber adquirido alguna
de aquellas excentricidades que se desarrollan en el aislamiento. Entre
otras, un pabellón sin ninguna afinidad arquitectónica con el resto del
edificio; por añadidura, opuesto a él en cuanto a sus propósitos,
porque era una combinación de laboratorio, jardín zoológico y museo.
Allí el doctor daba rienda suelta a su vocación científica y estudiaba
las formas de la vida animal que despertaban su interés y satisfacían
sus gustos; interés y gustos, dicho sea de paso, inclinados a las
especies más inferiores. Para caerle en gracia, los animales debían por
lo menos conservar algunas características rudimentarias que los
vincularan a los "dragones de la Edad Primaria". Tal era el caso de los
sapos y las víboras. Indiscutiblemente, las simpatías científicas del
doctor iban dirigidas al orden de los reptiles.
Adoraba las especies groseras de la naturaleza y se definía a sí
mismo como el Zola de la Historia Natural. Su mujer y sus hijas, no
teniendo la ventaja de compartir su esclarecida curiosidad por los
trabajos y las costumbres de nuestros infortunados compañeros, eran
severa e innecesariamente excluidas del llamado serpentario y
condenadas a la compañía de sus iguales, aunque el doctor, hombre de
gran fortuna, atenuaba los rigores de su suerte permitiéndoles
sobrepasar a los reptiles en la magnificencia de su casa y brillar en
ella con mayor esplendor.
Arquitectónicamente, y respecto a "moblaje", el serpentario era de
una austera sencillez, en un todo de acuerdo con la humilde condición
de sus ocupantes, a muchos de los cuales no podía concedérseles sin
riesgo la libertad necesaria para el pleno goce del lujo, porque tenían
el rasgo peculiar y más bien incómodo de estar vivos. En su pabellón,
sin embargo, no los sometían a ninguna sujeción personal fuera de
aquella, mínima, que los protegía contra la funesta costumbre de
engullirse unos a otros. Y era tradicional -a Brayton se lo puso
debidamente en guardia-que algunos aparecieran en lugares donde hubiera
sido difícil explicar su presencia. Eso había ocurrido más de una vez.
A pesar del serpentario y de sus inquietantes asociaciones (a las
cuales, en verdad, prestó poca atención), Brayton se encontraba muy a
gusto en la mansión de Druring.
III
Como no fuera una viva sorpresa y un estremecimiento de repugnancia,
a Brayton no lo conmovió demasiado su hallazgo. Su primer impulso fue
llamar para que acudiera un sirviente: el cordón de la campanilla
estaba
...