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Manual De Carreño


Enviado por   •  26 de Agosto de 2014  •  1.025 Palabras (5 Páginas)  •  462 Visitas

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DEBERES MORALES DEL HOMBRE

CAPITULO PRIMERO

De los deberes para con Dios.

I. — Basta dirigir una mirada al firmamento, o a cualquiera de las maravillas de la

creación, y contemplar un instante los infinitos bienes y comodidades que nos

ofrece la tierra, para concebir desde luego la sabiduría y grandeza de Dios y todo

lo que debemos a su amor, a su bondad y a su misericordia.

II. — En efecto, ¿Quién sino Dios ha creado el mundo y lo gobierna? ¿Quién ha

establecido y conserva ese orden inalterable con que atraviesa los tiempos la

masa formidable y portentosa, del universo? ¿Quién vela incesantemente por

nuestra felicidad y la de todos los objetos que nos son queridos en la tierra? y, por

último, ¿quién sino EL puede ofrecernos y nos ofrece la dicha inmensa de la

salvación eterna?

III. — Le somos, pues, deudores de todo nuestro amor, de toda nuestra gratitud, y

de la más profunda adoración y obediencia; y en todas las situaciones de la vida

estamos obligados a rendirle nuestros homenajes, y dirigirle nuestros ruegos

fervorosos, para que nos haga merecedores de sus beneficios en el mundo, y de

la gloria que reserva a nuestras virtudes en el Cielo.

IV. — Dios es el ser que reúne la inmensidad de la grandeza y de la perfección; y

nosotros, aunque criaturas suyas, y destinadas a gozarle por toda una eternidad,

somos unos seres muy humildes é imperfectos; así es que nuestras alabanzas

nada pueden añadir a sus soberanos atributos. Pero El se complace en ellas y las

recibe como un homenaje debido a la majestad de su gloria, y como prendas de

adoración y amor que el corazón le ofrece en la efusión de sus más sublimes

sentimientos; nada puede, por tanto, excusarnos de dirigírselas.

V. — Tampoco nuestros ruegos le pueden hacer más justo, porque todos sus

atributos son infinitos, ni, por otra parte, le son necesarios para conocer nuestras

necesidades y nuestros deseos, porque El penetra en lo más íntimo de nuestros

corazones; pero esos ruegos son una expresión sincera del reconocimiento de su

poder supremo y del convencimiento en que vivimos de que El es la fuente de

todo bien, de todo consuelo y de toda felicidad, y con ellos movemos su

misericordia y aplacamos la severidad de su divina justicia, irritada por nuestras

ofensas, porque El es Dios de bondad y su bondad tampoco tiene límites.

VI. — ¡Cuan propio y natural no es que el hombre se dirija a su Creador, le hable

de sus penas con la confianza de un hijo que habla al padre más tierno y amoroso,

le pida el alivio de sus dolores y el perdón de sus culpas, y con una mirada dulce y

llena de unción religiosa, le muestre su amor y su fe como los títulos de su

esperanza!

VII. — Así al acto de acostarnos como al de levantarnos, elevaremos nuestra alma

a Dios, le dirigiremos nuestras alabanzas y le daremos gracias por todos sus

beneficios. Le pediremos por nuestros padres, por nuestra familia, por nuestra

patria, por nuestros amigos, por nuestros enemigos, y haremos votos por la

felicidad del género humano, y especialmente por el consuelo de los afligidos y

desgraciados.

VIII. — No nos limitaremos entonces a esto, sino que recogiendo nuestro espíritu,

y rogando a Dios nos ilumine con las luces

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