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Psicoanalisis Sigmund Freud


Enviado por   •  3 de Julio de 2013  •  2.186 Palabras (9 Páginas)  •  505 Visitas

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EL PSICOANÁLISIS «SILVESTRE» 1910

Biblioteca | Sigmund Freud

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HACE algunos días acudió a mi consulta, acompañada de una amiga, una señora que se quejaba de padecer estados de angustia. La enferma pasaba de los cuarenta y cinco años, pero aparecía bien conservada y se veía claramente que no había perdido aún su femineidad. Los estados de angustia habían surgido como consecuencia de su separación del marido, pero se habían hecho considerablemente más intensos desde que un médico joven al que hubo de consultar le había explicado que la causa de su angustia era de necesidad sexual. No podía prescindir del comercio masculino, y para recobrar la salud había de recurrir a una de las tres soluciones siguientes: reconciliarse con su marido, tomar un amante o satisfacerse por sí misma.

Esta opinión del médico había desvanecido en la paciente toda esperanza de curación, pues no quería reanudar su vida conyugal, y los otros dos medios repugnaban a su moral y a su religiosidad. El médico le había dicho que su diagnóstico se fundaba en mis descubrimientos científicos, y acudía a mí para que lo confirmase definitivamente. La amiga que venía acompañándola, una señora de más edad y aspecto poco saludable, me rogó que rebatiese la opinión de mi joven colega, seguramente errónea, pues, por su parte, había enviudado muchos años atrás y había podido conservarse irreprochablemente sin padecer su angustia.

Sin detenerme a describir la difícil situación en que me colocó esta visita, pasaré directamente a examinar y aclarar la conducta del colega que me había enviado a la enferma. Pero previamente he de hacer una advertencia importante, que espero sea aplicable a nuestro caso. Una larga experiencia médica me ha enseñado a no aceptar siempre, sin formación de causa, lo que los pacientes en general, y sobre todo los neuróticos, cuentan de su médico.

Cualquiera que sea el tratamiento que emplee, el neurólogo se atrae fácilmente la hostilidad del enfermo, e incluso tiene que resignarse, en muchos casos, a tomar sobre sí, por una especie de proyección, la responsabilidad de los deseos secretos reprimidos del enfermo. Luego, se da el hecho lamentable, pero muy característico, de que los otros médicos son quienes toman más en serio semejantes acusaciones.

Creo, pues, justificado suponer que también en esta ocasión hizo la enferma una transcripción tendenciosamente deformada de las afirmaciones de su médico, y que, por tanto, incurro en injusticia al enlazar precisamente a este caso mis observaciones sobre el psicoanálisis «salvaje».

Pero con ellas creo evitar graves perjuicios a muchos otros enfermos.

Supongamos, pues, que el médico habló realmente como la enferma pretendía.

Todo el mundo presentará aquí una primera objeción crítica, alegando que cuando un médico considera necesario discurrir con una paciente sobre temas sexuales, lo debe hacer con el mayor tacto y máxima delicadeza. Pero estas exigencias coinciden con la observancia de ciertos preceptos técnicos del psicoanálisis, y, además el médico habría desconocido o interpretado mal toda una serie de doctrinas científicas del psicoanálisis, mostrando con ello haber avanzado muy poco en la comprensión de su naturaleza y sus fines.

Comencemos por examinar los errores científicos. Los consejos del médico revelan su concepto de la «vida sexual», concepto que coincide exactamente con el más vulgar, en el cual sólo se entiende por necesidad sexual la necesidad del coito o de actos análogos que provoquen el orgasmo y la eyaculación de materias sexuales. Pero el médico no podría ignorar que precisamente se suele hacer al psicoanálisis el reproche de extender el concepto de lo sexual mucho más allá de sus límites corrientes. El hecho en sí es cierto, y no hemos de entrar aquí a discutir si está justificado convertirlo en un reproche. El concepto de lo sexual comprende en psicoanálisis mucho más. Esta extensión se justifica genéticamente. Adscribimos también a la «vida sexual» la actuación de todos aquellos sentimientos afectivos nacidos de la fuente de los impulsos sexuales primitivos, aunque tales impulsos hayan sufrido una inhibición de su fin primitivo sexual o lo hayan cambiado por otro ya no sexual. Por esta razón hablamos preferentemente de psicosexualidad y nos importa tanto que no se ignore ni se tenga en poco el factor anímico de la sexualidad. Sabemos también, hace ya mucho tiempo, que, dado un comercio sexual normal, puede existir, sin embargo, una insatisfacción anímica con todas sus consecuencias, y en nuestra labor terapéutica tenemos siempre presente que por medio del coito u otros actos sexuales no puede derivarse muchas veces más que una pequeña parte de las tendencias sexuales insatisfechas, cuyas satisfacciones sustitutivas combatimos bajo la forma de síntomas nerviosos.

Aquellos que no comparten esta afirmación psicoanalítica no tienen derecho a referirse a las doctrinas del psicoanálisis sobre la significación etiológica de la sexualidad. Acentuando exclusivamente en lo sexual el factor somático, se facilita extraordinariamente el problema; pero habrán de aceptar íntegramente la responsabilidad de su conducta.

En los consejos del joven médico se trasluce todavía otro segundo error, igualmente grave.

Es cierto que el psicoanálisis señala la insatisfacción sexual como causa de las enfermedades nerviosas. Pero ¿acaso no dice más que eso? ¿Se quiere prescindir, quizá por demasiado complicada, de su afirmación de que los síntomas nerviosos surgen de un conflicto entre dos poderes, la libido (exageradamente intensa casi siempre) y una repulsa sexual o una represión exageradamente severa? No olvidando este segundo factor, que no es, ciertamente, el segundo en importancia, es imposible creer que la satisfacción sexual pueda constituir en sí un remedio generalmente seguro contra las enfermedades nerviosas. Muchos de estos enfermos son, en general, incapaces de satisfacción o les es imposible hallarla en las circunstancias dadas. Si así no fuera, si no entrañaran violentas resistencias internas, la energía del instinto les señalaría el camino de la satisfacción, aunque el médico no lo hiciera. ¿Qué valor puede tener, por tanto, un consejo como el que en este caso dio nuestro joven colega a su paciente?

Aunque tal consejo estuviera justificado científicamente, siempre sería irrealizable para ella. Si no sintiese una resistencia interior contra el onanismo y el amor extraconyugal, ya habría empleado tales medios mucho antes. ¿Cree acaso el médico que una mujer de más de cuarenta años ignora que puede tomar un amante? ¿O tiene, quizá, tan alta idea de su influencia que opina que sin su visto bueno no se decidiría a

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