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El Espejo Desordenado


Enviado por   •  20 de Noviembre de 2012  •  Ensayo  •  3.894 Palabras (16 Páginas)  •  417 Visitas

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El espejo desordenado

Por primera vez desde su primera edición en 1983, vuelve a publicarse La brasa en la mano, la novela de iniciación de Oscar Hermes Villordo en la que diseña toda una cartografía del deseo homosexual en los años ’50 y con la que patea el tablero tanto de su propia literatura como del modo sesgado y estetizante con que se venía tratando a la sexualidad disidente entre otros autores argentinos. Pero además, esta nueva edición tiene el valor de ser promovida por el Instituto de Cultura de la provincia del Chaco para su colección Rescates, devolviendo así el legado de este escritor que murió de sida en 1994 al patrimonio literario de su provincia natal. Como anticipo exclusivo, éste es el prólogo de la obra que será presentada mañana en la feria del libro chaqueño.

Por Claudio Zeiger

En un cuento de Misteriosa Buenos Aires, Manuel Mujica Lainez imaginó un espejo de-sordenado. Es un espejo veneciano, Venecia es tierra de hechizos y embrujos. Como si fuera un reloj, el espejo atrasa o adelanta las imágenes reflejadas en él. La luna del espejo tarda en devolver la imagen, como si ésta surgiera de lo más hondo del agua quieta. O por el contrario, se acelera y muestra algo que aún no ha sucedido, no se ha reflejado. El espejo tiene un efecto retardado, o adelantado. Es turbio. Está desordenado.

Pues bien: es una hermosa e inquietante metáfora para definir la relación de Oscar Hermes Villordo con Manuel Mujica Lainez en particular y en general con otros escritores ricos y aristocratizantes, con la derecha liberal y con la revista Sur. Plebeyo entre los patricios, biógrafo de varios autores de linaje (Mallea, Bioy, Manucho, Victoria Ocampo), pateó el tablero con una novela realista y antiestetizante sobre la homosexualidad como fue La brasa en la mano, un insólito e importante best seller de la apertura democrática, publicado en 1983; rompió el culto de la elegancia y la referencia sexual elusiva a lo Pepe Bianco. Aunque esto no significó una forma de traición, en absoluto. Simplemente vivió en una relación contradictoria y productiva con la elite literaria.

El deseo –sentirlo, vivirlo, narrarlo– fue el motivo del espejo empañado y turbio, del desfase. No rompió el espejo, no trajo la desgracia. Sí señaló las zonas grises, la desdicha de los personajes sin defensa, la absoluta intemperie de lo marginal.

“El Myriam terrible había aparecido” escribió en La brasa en la mano en referencia a su alter ego en la novela; “el que por obstinación, porque conocía, porque no quería renunciar, se acostaba en el balneario con los guardiamarinas, los bañistas, el último borracho del bar, el chofer que

iba a orinar en el yuyal, el primer encontrado, los prostituidos que acaban por desear otro cuerpo, los estibadores de la madrugada, el enfermo escapado del hospital, el muchacho perdido, los desocupados que lo llenaban de bichos y se peinaban con el pañuelo atado al cuello para no salpicarse; todo eso que está al margen y era la ola de su balneario que aparecía y desaparecía según los reclamos de las cárceles, los hospitales y la policía”.

Villordo no rompió el espejo pero sí lo de-sordenó.

***

La novela de aprendizaje de Villordo registra algunos rasgos típicos –como el advenimiento desde el pueblito del interior a la gran ciudad– y otros nada típicos. La familia presenta una posición curiosa: eran privilegiados en un contexto de acentuada precariedad. Nacido en 1928 en Machagai, un pueblo de Chaco al que adelantándose al realismo mágico hubo que cambiar de lugar porque se inundaba continuamente, tuvo una infancia ligada a la tierra y a las raíces indígenas que él narraría con cierta idealización en su último libro, Ser gay no es pecado, un opúsculo escrito por encargo ya al borde de la muerte. Ahí da cuenta de una sexualidad prematura y naturalizada.

“Tenía yo poco más de seis años cuando le dije al criado que nos cuidaba a mi hermano y a mí que quería acostarme con él. Yo sospechaba que él lo había hecho, o podía hacerlo, porque lo había oído hablar con el amigo con el que andaba. Me atraía. Se llamaba Wenceslao y era negro. Mi padre lo trajo a la casa seguramente sacado de algún calabozo porque era de confiar. Así se conseguía la servidumbre entonces en esa provincia.

–¿Qué me pide, niño? ¿Qué va a decir el subcomisario?

El subcomisario era mi padre, por eso lo del calabozo.

Debí decirle que ni él ni yo iríamos a contarle nada al uniformado, pero me quedé mirándolo, grabando ese momento en que estábamos solos, yo sentado en el baúl viejo que había debajo del emparrado, y él de pie frente a mí.

No hablamos más. Después lo vi murmurar con el amigo y señalarme. Fue la primera vez que me sentí rechazado”.

Más allá de ese rechazo primigenio, quizás adelanto de otros rechazos sociales y literarios, Villordo dio a entender que no tuvo una infancia desdichada. Hay, sin embargo, un recuerdo de esa infancia de pueblo y a cielo abierto, que no pudo licuar ninguna idealización: el de un crimen por odio sexual. Demasiado pronto sus ojos vieron ese horror en forma directa.

Fernando era un joven vendedor ambulante que aparecía por el pueblo fascinando a los chicos y seduciendo a las mujeres, empujando con fuerza de su carro, querido por los vecinos, alegre y desenfadado. Nada hacía prever el mal agazapado, el rencor o la envidia, o simplemente el odio en estado puro. Un día muy caluroso, el niño Villordo y su mejor amigo escaparon de la escuela para jugar en la plaza. “Aunque crecidos, y entregados libremente a nuestros afectos, éramos muy chicos para ser testigos por primera vez de un crimen contra homosexuales. El primer indicio de que algo había ocurrido fue la gente agolpada que vimos después de traspuesto el molinete. Frenamos la carrera. No; no la paró nuestra decisión sino las escena atroz. El muerto tirado boca arriba en el cantero, bajo los naranjos agrios, era Fernando. Junto a él estaba otro, caído, dado vuelta en posición supina prono, según los sumarios policiales que copiaron las crónicas de los diarios. (...) Se habló de cartas que la policía encontró en los bolsillos de los muertos, cartas llenas de malas palabras que la pareja de amantes dirigía a la autoridad en su furia suicida, pero nada de eso convenció a nadie y todos dijeron que tanto Fernando como su amigo habían sido asesinados”.

El padre aparece como una figura singular, un comisario de campaña que trataba bien a los presos, los usaba de criados en su casa y encarcelaba al hijo en la comisaría cuando éste cometía una

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