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Juan Pablo II Y Los Jovenes


Enviado por   •  31 de Marzo de 2013  •  4.261 Palabras (18 Páginas)  •  591 Visitas

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CAPITULO II

La Iglesia atribuye una especial importancia al período de la juventud como una etapa clave de la vida de cada hombre. En cierto sentido volvemos a ser jóvenes constantemente gracias a la juventud del mundo.

Este es momento o el espacio que cada hombre recorre en el itinerario de su vida, y es a la vez un bien especial de todos. Un bien de la humanidad misma. En efecto, la esperanza está siempre unida al futuro, es la espera de los «bienes futuros». Como virtud cristiana ella está unida a la espera de aquellos bienes eternos que Dios ha prometido al hombre en Jesucristo. Es la espera de los bienes que el hombre se construirá utilizando los talentos que le ha dado la Providencia; a la juventud le corresponde la responsabilidad de lo que un día se convertirá en actualidad junto con vosotros y que ahora es todavía futuro.

Cuando decimos que de la juventud depende el futuro, pensamos en categorías éticas, según las exigencias de la responsabilidad moral que nos impone atribuir al hombre como persona –y a las comunidades y sociedades compuestas por personas– el valor fundamental de los actos, de los propósitos, de las iniciativas y de la las intenciones humanas. En esta dimensión, el primer y fundamental voto que la Iglesia, «siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere».

La juventud una riqueza singular

Se trata de hecho de que la juventud por sí misma (prescindiendo de cualquier bien material) es una riqueza singular del hombre, es el tiempo de un descubrimiento particularmente intenso del «yo» humano y de las propiedades y capacidades que éste encierra. Es la riqueza de descubrir y a la vez de programar, de elegir, de prever y de asumir que la riqueza es la juventud misma.

Lo que debió dejar el joven que pregunto a Jesús como obtenía la vida eterna, Jesús le respondió dejar lo que posees y sígueme se refería a lo material («la hacienda»), no lo que él era. Lo que él era, precisamente en cuanto joven –es decir, la riqueza interior que se esconde en la juventud– le había conducido a Jesús. Y le había llevado a hacer aquellas preguntas, en las que se trata de manera más clara del proyecto de toda la vida. ¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? ¿Qué he de hacer para que mi vida tenga pleno valor y pleno sentido?

Esta es la época de los cuestionamientos de las preguntas, estas preguntas impacientes, y se comprende que la respuesta a ellas no puede ser apresurada ni superficial. Ha de tener un peso específico y definitivo. Se trata de una respuesta que se refiere a toda la vida, que abarca el conjunto de la existencia humana.

De manera particular estas preguntas esenciales se las ponen algunos jóvenes cuya vida está marcada, ya desde la juventud, por el sufrimiento: Si a pesar de todo ello su conciencia se desarrolla normalmente, la pregunta sobre el sentido y valor de la vida se convierte en algo esencial y a la vez particularmente dramático, porque desde el principio está marcada por el dolor de la existencia.

¿Se puede decir entonces que también su juventud es una riqueza interior? ¿A quién hemos de preguntar esto? ¿A quién han de poner ellos esta pregunta esencial? Parece que Cristo es en estos casos el único interlocutor competente, aquel que nadie puede sustituir plenamente.

¿Se puede decir entonces que también su juventud es una riqueza interior? ¿A quién hemos de preguntar esto? ¿A quién han de poner ellos esta pregunta esencial? Parece que Cristo es en estos casos el único interlocutor competente, aquel que nadie puede sustituir plenamente.

Dios es amor

De Cristo quiere decir: sólo Dios es el último fundamento de todos los valores; sólo Él da sentido definitivo a nuestra existencia humana.

Más todavía cuando la juventud es probada por el sufrimiento personal o es profundamente consciente del sufrimiento ajeno; cuando experimenta una fuerte sacudida. La respuesta de Cristo equivale a: sólo Dios es bueno, sólo Dios es amor. Esta respuesta puede parecer difícil, pero a la vez es firme y verdadera; lleva en sí la solución definitiva.

El punto esencial de la respuesta a las preguntas que vosotros, jóvenes, le hacéis a Él mediante la riqueza que hay en vosotros y que está arraigada en vuestra juventud. Ésta abre ante vosotros diversas perspectivas, os ofrece como tarea el proyecto de una vida entera.

Dios, os indica a la vez cuál es la fuente de ello y el fundamento que está en vosotros. Tal imagen y semejanza hace precisamente que os pongáis estas preguntas que os debéis plantear. Ellas demuestran hasta qué punto el hombre sin Dios.

La pregunta sobre la vida eterna

Cristo no sólo es el «maestro bueno» que indica los caminos de la vida sobre la tierra. Él es el testigo de aquellos destinos definitivos que el hombre tiene en Dios mismo. Él es el testigo de la inmortalidad del hombre.

Por tanto, si tú, querido hermano y querida hermana, quieres hablar con Cristo adhiriéndote a toda la verdad de su testimonio, has de conseguir el desprendimiento interior respecto a toda esta realidad rica y apasionante que es «el mundo».

El cristianismo nos enseña a comprender la temporalidad desde la perspectiva del Reino de Dios, desde la perspectiva de la vida eterna. Sin ella, la temporalidad, incluso la más rica o la más formada en todos los aspectos, al final lleva al hombre sólo a la inevitable necesidad de la muerte.

Existe una antinomia entre la juventud y la muerte dado que la juventud significa el proyecto de toda la vida, construido según el criterio del sentido y del valor, también durante la juventud se hace indispensable la pregunta sobre el final Y Cristo dice: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá».

La juventud como «crecimiento»

Él en el hogar familiar, al lado de María y José, el carpintero. El evangelista Lucas escribe: «Jesús crecía (o progresaba) en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres». Así pues, la juventud es un «crecimiento». El crecimiento «en edad» se refiere a la relación natural del hombre con el tiempo; este crecimiento es como una etapa «ascendente» en el conjunto del pasar humano. Pero es necesario que a este proceso corresponda el crecimiento «en sabiduría y en gracia». Puede decirse que por medio de éste la juventud es precisamente la juventud.

Conviene que la juventud sea un «crecimiento» que lleve consigo la acumulación gradual de todo lo que es verdadero, bueno y bello, incluso cuando ella esté unida «desde fuera» a los sufrimientos, a la pérdida de personas queridas y a toda la experiencia del mal, que incesantemente se hace sentir en el mundo en que vivimos.

Es

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