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Actividad Conociendo Tu Curso.


Enviado por   •  21 de Mayo de 2015  •  2.942 Palabras (12 Páginas)  •  304 Visitas

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El alquimista

H.P. Lovecraft (1890-1937)

En la herbosa cima cubierta por los arboles de la selva esta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo linaje es más viejo que los muros del castillo, que en la época Feudal formaba una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia; muchos varones, condes y reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus salones el paso del invasor.

Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide a los vástagos del linaje mediante el comercio, mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, narra un cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los descendientes de los otrora poderosos señores del lugar.

En esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo era un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los rumores que corrían acerca de la maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los aldeanos.

Aislado, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.

Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo que supe me sumía en depresiones. Al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar por una lengua que iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que empezaba a volverse terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte.

Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, reflexioné sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, Pierre me entregó un documento familiar que, decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado porcada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.

El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que vivió en nuestras posesiones, alguien de talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.

Una noche el castillo se encontró la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo debúsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos,hallando alviejoMichel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano y, al aflojar su abrazo mortal, ya había expirado.

Entretanto, criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había muerto. Al dejar el conde y sus amigos cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.

«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida

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