Ciencia y Esperanza
Enviado por canacelu17 • 7 de Agosto de 2011 • Ensayo • 5.445 Palabras (22 Páginas) • 928 Visitas
CAPITULO 2
_______
CIENCIA
Y
ESPERANZA
Dos hombres llegaron a un agüero
en el cielo. Uno le pidió al otro
que le ayudara a subir...
Pero el cielo era tan bonito que el hombre
que miraba por encima del margen;
lo olvidó todo, olvidó a su compañero al
que había prometido ayudar y salió
corriendo hacia todo el esplendor del
cielo.
De un poema en prosa inuit iglülik
de principios del siglo XX,
contado por Inugpasugjuk
a Knud Rasmussen,
el explorador ártico de Groenlandia
Yo fui niño en una época de esperanza. Quise ser científico desde mis
primeros días de escuela. El momento en que cristalizó mi deseo llegó
cuando capté por primera vez que las estrellas eran soles poderosos, cuando
constaté lo increíblemente lejos que debían de estar para aparecer como
simples puntos de luz en el cielo. No estoy seguro de que entonces supiera
siquiera el significado de la palabra «ciencia», pero de alguna manera quería
sumergirme en toda su grandeza. Me llamaba la atención el esplendor del
universo, me fascinaba la perspectiva de comprender cómo funcionan
realmente las cosas, de ayudar a descubrir misterios profundos, de explorar
nuevos mundos... quizá incluso literalmente. He tenido la suerte de haber
podido realizar este sueño al menos en parte. Para mí, el romanticismo de la
ciencia sigue siendo tan atractivo y nuevo como lo fuera aquel día, hace más
de medio siglo, que me enseñaron las maravillas de la Feria Mundial de
1939.
Popularizar la ciencia —intentar hacer accesibles sus métodos y
descubrimientos a los no científicos— es algo que viene a continuación, de
manera natural e inmediata. No explicar la ciencia me parece perverso.
Cuando uno se enamora, quiere contarlo al mundo. Este libro es una
declaración personal que refleja mi relación de amor de toda la vida con la
ciencia.
Pero hay otra razón: la ciencia es más que un cuerpo de
conocimiento, es una manera de pensar. Preveo cómo será la América de la
época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e
información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán
desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en
manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá
acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la
capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento a
los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y
consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en
declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es
cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la
oscuridad.
La caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente
principalmente en la lenta decadencia del contenido de los medios de
comunicación, de enorme influencia, las cuñas de sonido de treinta segundos
(ahora reducidas a diez o menos), la programación de nivel ínfimo, las
crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en
una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos, la película
en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis
y Buttheadi siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes
espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el
conocimiento —no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa— son
prescindibles, incluso indeseables.
Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más
cruciales —el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la
agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio
ambiente, e incluso la institución democrática clave de las elecciones—
dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos
dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología.
Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada pero,
antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará
en la cara.
Una vela en la oscuridad es el título de un libro valiente, con
importante base bíblica, de Thomas Ady, publicado en Londres en 1656, que
ataca la caza de brujas que se realizaba entonces como una patraña «para
engañar a la gente». Cualquier enfermedad o tormenta, cualquier cosa fuera
de lo ordinario, se atribuía popularmente a la brujería. Las brujas deben
existir: Ady citaba el argumento de los «traficantes de brujas»: «¿cómo si no
existirían, o llegarían a ocurrir esas cosas?» Durante gran parte de nuestra
historia teníamos tanto miedo del mundo exterior, con sus peligros
impredecibles, que nos abrazábamos con alegría a cualquier cosa que
prometiera mitigar o explicar el terror. La ciencia es un intento, en gran
medida logrado, de entender el mundo, de conseguir un control de las cosas,
de alcanzar el dominio de nosotros mismos, de dirigirnos hacia un camino
seguro. La microbiología y la meteorología explican ahora lo que hace sólo
unos siglos se consideraba causa suficiente para quemar a una mujer en la
hoguera.
Ady también advertía del peligro de que «las naciones perezcan por
falta de conocimiento». La causa de la miseria humana evitable no suele ser
tanto la estupidez como la ignorancia, particularmente la ignorancia de
nosotros mismos. Me preocupa, especialmente ahora que se acerca el fin del
milenio, que la pseudociencia y la superstición se hagan más tentadoras de
año en año, el canto de sirena más sonoro y atractivo de la insensatez.
¿Dónde hemos oído eso antes? Siempre que afloran los prejuicios étnicos o
nacionales, en tiempos de escasez, cuando se desafía a la autoestima o vigor
nacional, cuando sufrimos por nuestro insignificante papel y significado
cósmico o cuando hierve el fanatismo a nuestro alrededor, los hábitos de
pensamiento familiares de épocas antiguas toman el control.
La llama de la vela parpadea. Tiembla su pequeña fuente de luz.
Aumenta la oscuridad. Los demonios empiezan a agitarse.
...