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A La Plata


Enviado por   •  24 de Junio de 2014  •  2.855 Palabras (12 Páginas)  •  282 Visitas

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Aquel enjambre humano debía presentar a vuelo de pájaro el aspecto de un basurero. Los sombreros mugrientos, los forros encarnados de las ruanas, los pañolones oscuros y sebosos, los paraguas apabullados, tantos pañuelos y trapajos retumbantes, eran el guardarropa de un Arlequín. Animadísima estaba la feria: era primer domingo de mes y el vecindario todo había acudido a renovación. Destellaba un sol de justicia; en las tasajeras de carne, de esa carne que se acarroñaba al resistero, buscaban las moscas donde incubar sus larvas; en los tendidos de cachivaches se agrupaban las muchachas campesinas, sudorosas y sofocadas, atraídas por la baratija, mientras las magnatas sudaban el quilo, a regateo limpio, entre los puestos de granos, legumbres y panela. Ese olor de despensa, de carnicería, de transpiración de gentes, de guiñapos sucios mezclado al olor del polvo y al de tanta plebe y negrería, formaban sumados, la hediondez genuina, paladinamente manifestada, de la humanidad. Los altercados, los diálogos, las carcajadas, el chillido, la rebatiña vertiginosa de la venduta, componían, sumados también, el balandro de la bestia. Llenaba todo el ámbito del lugarón.

Sonó la campana, y cátate al animal aplacado. Se oyó el silencio, silencio que parecía un asueto, una frescura, que traía como ráfagas de limpieza... hasta religioso sería ese silencio. Rompiólo el curita con su voz gangosa; contestóle la muchedumbre, y, acabada la prez, reanudóse aquello. Pero por un instante solamente, porque de pronto sintióse el pánico, y la palabra: "¡Encierro!" vibró en el aire como preludio de juicio final. Encierro era en toda regla. Los veinte soldados del piquete, que inopinada y repentinamente acababan de invadir el pueblo, habíanse repartido por las cuatro esquinas de la plaza, a bayoneta calada. Fué como un ciclón. Desencajados, trémulos, abandonándolo todo, se dispararon los hombres y hasta hembras también, a los zaguanes y a la iglesia. ¡Pobre gente! Todo en vano, porque, como la amada de Lulio, "ni en la casa de Dios está segura".

De allí sacaron unas decenas. Cayó entre los casados el Caratejo Longas. Lo que no lloró su mujer, la señá Rufa, llorólo a moco tendido María Eduvigis, su hija. Fuese ésta con súplicas al alcalde. A buen puerto arrimaba: cabalmente que al Caratejo no había riesgo de largarlo. ¡Figúrense! El mayordomo de Perucho Arcila, el rojo más recalcitrante y más urdemales en cien lenguas a la redonda: ¡un pícaro, un bandido! Antes no era tanto para todo lo rojo que era el tal Arcila.

Ya desahuciado y en el cuartel, llamó el Caratejo a conferencia a su mujer y a su hija, y habló así: "A lo hecho, pecho, Corazón con Dios, y peganos del manto de María Santísima. A yo, lo que es matame, no me matan. Allá verán que ni an mal me va. Ello más bien es maluco dejalas como dos ánimas; pero ai les dejo maíz pa mucho tiempo. Pa desgusanar el ganao del patrón, y pa mantener esas mangas bien limpias, vustedes los saben hacer mejor que yo. Sigan con el balance de la güerta y de los quesitos, y métanle a estas placeñas y a las amasadoras los güevos hasta las cachas, y allá verán cómo enredamos la pita. Mirá, Rufa: si aquellos muchachos acaban de pagar la condena antes que yo güelva, no los almitás en la casa, de mantenidos. Que se larguen a trabajar, o a jalale a la vigüela y a las décimas si les da la gana. ¡Y no s'infusquen por eso!... ultimadamente, el Gobierno siempre paga".

Y su voz selvática, encadenada en gruñidos, con inflexiones y finales dejativos, ese acento característico de los campesinos de nuestra región oriental, los acompañaba el orador con mil visajes y mímicas de convencimiento, y un aire de socarronería y unos manoteos y paradas de dedo de una elocuencia verdaderamente salvaje. Ayudábale el carate. Por aquella cara larga, y por cuanto mostraba de aquel cuerpo langaruto y cartilaginoso, lucía el jaspe, con vetas de carey, con placas esmeriladas y nacarinas. Pintoresco forro el de aquella armazón.

Ensartando y ensartando dirigióse al fin a la hija, y, con un tono y un gesto allá, que encerraban un embuchado de cosas, le dice, dándole una palmadita en el hombro: "Y vos, no te metás de filática con el patrón: ¡es muy abierto!".

¡Culebra brava la tal Eduvigis! Sazonado por el sol y el viento de la montaña era aquel cuerpo, en que no intervinieron ni artificio ni deformación civilizadores; obra premiada de naturaleza. Las caderas, el busto bien alto, la proclamaban futura madre de la titanería laboradora. El cabello, negro, de un negro profundo, se le alborotaba, indomable como una pasión; y en esos ojos había unas promesas, unos rechazos y un misterio, que hicieron empalidecer a más de un rostro masculino. Un toche habría picado aquellos labios como pulpa de guayaba madura; de perro faldero eran los dientes, por entre los cuales asomaba tal cual vez, como para lamer tanto almíbar, una puntita roja y nerviosa. Por este asomo lingüístico de ingénito coquetismo, la regañaba el cura a cada confesión, pero no le valía. Así y todo, mostrábase tan brava y retrechera, que un cierto galancete hubo de llevarse, en alguna memorable ocasión, un sopapo que ni un trancazo; fuera de que el Caratejo la celaba a su modo. El tenía su idea. Tanto que, apenas separado de la muchacha se dijo, hablado y todo y con parado de dedo: "Verán cómo el patrón le quebranta agora los agallones".

Y pocos días después partió el Caratejo para la guerra.

Rufa, que se entregó en poco tiempo y por completo al vicio de la separación, cuando los dos hijos partieron a presidio, bien podría ahora arrostrar esta otra ausencia, por más que pareciera cosa de viudez. ¡Y tánto como pudo! Ni las más leves nostalgias conyugales, ni asomos de temor por la vida del marido, ni quebraderos de cabeza por que volara el tiempo y le tornase el bien ausente, ni nada, vino a interrumpir aquel viento de cristiana filosófica indolencia. A vela henchida, gallarda y serenísima, surcaba y surcaba por esos mares de leche. Y eso que en la casa ocurrió algo, y aun algos, por aquellos días. Pero no: sus altas atribuciones de vaquera labradora y mayordoma de finca, en que dio rumbo a sus actividades y empleo a la potencia judaica que hervía en su carácter, no le daban tiempo ni lugar para embelecos y enredos de otro orden. ¡Lo que es tener oficio!...

Hembra de canela e inventora de dineros era la tal Rufa Chaverra. Arcila declarólo luego espejo de administradoras. Ella se iba por esas mangas, y, a güinchazo limpio, extirpaba cuanta malecilla o yerbajo intruso asomase la cabeza. Con sapientísima oportunidad salaba y ponía el fierro a aquel ganado, cuyo idioma parecía conocer, y a quien hacía los más expresivos reclamos, bien fuese colectiva o individualmente, ya con

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