Adela Cortina
Enviado por Lusalas • 18 de Septiembre de 2014 • 1.189 Palabras (5 Páginas) • 239 Visitas
Adela Cortina Ética mínima
INTRODUCCIÓN
Adentrarse en el ámbito de la filosofía práctica —moral, jurídica, política y religiosa— es siempre una aventura. Pero una aventura irrenunciable para cualquier sociedad que desee enfrentarse con altura humana —no sólo animal— al discurrir cotidiano de la vida.
De ello da fe nuestra ya larga tradición occidental que, junto con el saber por el saber, ha convertido en blanco de su preocupación el saber para y desde el obrar: el «saber práctico».
En él se insertan, por derecho propio, tres preguntas que sólo pueden acallarse haciendo dejación de la humanidad: las preguntas por la felicidad, por la justicia y por la legitimidad del poder. A estas tres cuestiones, en las que se confunden la filosofía moral, jurídica y política, trató de responder la filosofía del ser, cuando el ser era el objeto de la filosofía; a ellas intentó responder la filosofía de la conciencia, cuando la conciencia atrajo el interés filosófico; por ellas se afana la filosofía del lenguaje, que en nuestro tiempo ha conquistado el ámbito filosófico y va extendiendo sus preocupaciones a la triple dimensión lingüística.
Sin embargo, a la altura de la Edad Moderna, cuando Dios dejó de ser un dato indiscutible para la filosofía teórica; cuando su existencia no era ya objeto de certeza teórica y abandonó, por tanto, la tarea de legitimar socialmente normas morales y jurídicas, la filosofía práctica vio engrosadas sus filas. Desde entonces no son los «científicos» quienes tienen que habérselas con la realidad de Dios, sino los filósofos «prácticos», preocupados por el valor irrenunciable de los hombres y por la esperanza en esa patria que —contaba Bloch— «a todos nos ha brillado ante los ojos en la infancia, pero donde nadie ha estado todavía». Para sí o para no; para afirmar, negar o quedar en la perplejidad, la filosofía práctica se abre por su propia naturaleza a la religión.
Moral, derecho, política y religión son, pues, dimensiones de este ámbito filosófico que se las ha reflexivamente con la felicidad y la justicia, con la legitimidad y la esperanza.
Esto es lo que muchos españoles aprendimos de esa tradición —a la vez germana e hispánica— que se inició con la obra de Ortega y, a través de la antropología zubiriana, cobró con Aranguren su configuración ética. La «moral pensada» —la ética o filosofía moral—, infinitamente respetuosa con la «moral vivida», intenta reflexionar hasta donde le lleve la constitutiva moralidad del hombre; de un hombre que es, por naturaleza, político, y está abierto —para sí, para no o para la duda— por la misma naturaleza a la trascendencia. Ninguna pregunta sobre la vida buena, sobre lo correcto o sobre lo legítimo puede serle ajena a la filosofía práctica, porque está entrañada en la estructura moral del hombre.
Con este regreso a la antropología como clave de una moralidad entendida en el amplio sentido de sus posibilidades, reanudó Aranguren entre nosotros una tradición secular, que se ocupa del ethos, antes que de los puros actos; que se ocupa de la actividad vital del hombre y de su inevitable tendencia a la felicidad, antes que de reflexionar sobre la sujeción al deber. Una filosofía práctica, por tanto, orientada hacia el ethos y la felicidad, no tanto hacia el deber y las normas.
Y, sin embargo, la «solución» metafísica al problema concreto de la vida feliz no resultó muy satisfactoria para el mismo Aranguren, hasta el punto de que la abandonó. Y es que el tema de la felicidad es un muy complejo asunto para el que no cabe una respuesta unánime. ¿Quién
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